ESTO ME SUCEDIÓ EL 25/01/2024
Salí del gimnasio que está a dos calles de mi casa, vi a militares que estaban haciendo “batida”, como tenía mis documentos de identificación, proseguí. Un militar enmascarado, al verme, me detuvo, solicitó mi cédula y se la di, me preguntó:
—¿Qué cargo tienes en la pandilla?
Ahí caí en cuenta que tenía un tatuaje de mi perro siberiano en la pierna.
—Tu eres duro de los Lobos.
—No mi oficial, yo no pertenezco a nigu……, —solo sentí un golpe en la cabeza que me tumbó y dejó inconsciente.
Desperté, cuando sentí un líquido caliente en mi cara, al abrir los ojos, vi que un militar encapuchado estaba orinándome, escuché cientos de risas a mi alrededor, eran pandilleros detenidos, quise hablar, pero un chorro de orina entró en mi boca, callando mis palabras.
Me encontraba en ropa interior, al igual que los demás detenidos, arrodillados y con la cabeza inclinada hacia el suelo. Intenté levantarme, pero un latigazo en la espalda me hizo contorsionarme de dolor. El sol brillaba con intensidad, lanzaba sus calientes rayos directamente sobre mi piel, y sentí cómo la zona afectada por el latigazo comenzaba a ampollarse y a cocerse bajo el calor, similar a como se cocina la tripa mishki.
—Siéntate y no me mires #$%!&/ CTM baja la cabeza, ¡las manos en la nuca!
No lo podía creer, estaba en los patios de la penitenciaría, era como ser protagonista de un video de Los Maras de El Salvador. A mi alrededor estaban cientos de tatuados, pandilleros, rostros de avezados, malandros, choros, marihuaneros y más.
—"Disculpen, necesito hablar con ustedes", —exclamé en voz alta, tratando que algún militar me haga caso, manteniendo la mirada fija en el suelo.
—"¡Perros, todos ustedes son escoria!" —, vociferaban los soldados mientras repartían golpes a diestra y siniestra entre los pandilleros.
Empecé a notar un aroma intenso y persistente que, gradualmente, se infiltraba en mis fosas nasales. Tal como una niebla se cuela sigilosamente por el páramo, este olor se introducía en mis pulmones. Era una mezcla desagradable de olor a grajo con un matiz de pezuña, y parecía emanar de todas las personas a mi alrededor.
—Necesito hablar con su jefe —, grité desesperado.
—Nosotros no tenemos jefe como ustedes, tenemos comandante —, gritó otro soldado con voz enérgica.
—Yo no soy pandillero —, grité.
Un morenito que estaba mi lado tatuado todo el cuerpo me dijo:
—Oe, oe, cállate brother, te pueden violar está noche por decir eso.
No deseaba pasar ni una sola noche entre ellos. Los sonidos de golpes y torturas a algunos detenidos llenaban el aire; los gritos que se escapaban eran desgarradores. Nos hicieron poner de pie para obligarnos a cantar el himno nacional, un acto que parecía buscar algún retorcido sentido de patriotismo en medio del horror.
Luego pidieron que cantemos la canción “Rulay”, como yo desconocía su letra y tono, me sacaron al frente y me decían:
—¡Canta!
Al decirles:
—Yo no la sé, nunca he escuch... —" Antes de que pudiera terminar la frase, sentí el impacto brutal de la culata de un fusil contra mi rostro, propinado por un militar. La fuerza del golpe me tiró al piso, partió mi boca, y de inmediato sentí el sabor metálico de la sangre. Al intentar escupir ese sabor férreo, vi cómo uno de mis dientes caía al suelo, dejando en el pavimento con la evidencia física de la violencia recibida.
Al concluir el día, el cielo se teñía con un espectro que iba del amarillo al rojo escarlata, un bello pero irónico telón de fondo para lo que seguiría. Con una gruesa manguera, comenzaron a rociarnos agua fría. La sensación sobre mi piel era aguda; al contacto con el chorro, la herida en mi espalda se estiraba, provocándome un dolor tan intenso que escapaba a cualquier descripción.
En la penumbra de la noche, asolado por el hambre, nos entregaron, a las ocho, una ración compuesta por una tarrina de aguado hecho con desperdicios de pollo, un pan de dulce, y una funda de Fresco Solo de sabor a frutilla, pero sin refrigerar.
A pesar de la intensa hambre que me consumía, fui incapaz de comer. El profundo hueco dejado por el diente que había sido violentamente arrancado se convertía en un obstáculo doloroso; sentía como si los granos de arroz fuesen absorbidos y buscaran refugio justo en esa cavidad, provocándome una molestia que me impedía saciar mi apetito.
¡Me sentía humillado, Avergonzado, Denigrado, Deshonrado, Menoscabado, Abatido, Degradado, Subyugado, Ultrajado, Rebajado, Desvalorizado, Vejado!
Nos hicieron formar para dar parte a un oficial; recordé el tiempo que hice el servicio militar, mientras estaban hablando entre ellos grité con todas mis fuerzas:
—¡Permiso mi comandante para hablar con usted!
Me puse firmes y corrí hacía él.
No comprendieron lo que grité y erróneamente pensaron que estaba incitando a los demás a atacarlos. Todos los pandilleros presentes en el patio se dispersaron en carrera, mientras los militares buscaban refugio y comenzaban a disparar al aire, amenazando a más de cien detenidos que nos sometimos inmediatamente.
Fui acusado de ser el instigador y promotor de un intento de motín entre los detenidos. Con un tronco de madera, me golpearon unas veinte veces que casi no podía caminar. Nos metieron en un calabozo diseñado para albergar a 20 personas, obligando a 100 de nosotros a pasar la noche en condiciones extremas de hacinamiento. No había espacio ni siquiera para sentarnos en cuclillas en el suelo pelado, y mucho menos para intentar descansar.
Alrededor de las once de la noche, empezamos a oír el sonido de azotes y golpes, seguidos de los gritos de hombres siendo torturados. Este castigo pareció durar una eternidad, intensificando nuestro miedo y desesperación.
Siempre escuché que, si uno no duerme durante setenta y dos horas, sus acciones comienzan a fallar. ¡Pero eso es un mito! estuve despierto durante ocho días con sus interminables noches, cuidando mi integridad en medio de tantos delincuentes. Aun así, el intermitente sueño traía algo de alivio al dolor por unos ligeros instantes.
En el calabozo, estábamos apretujados y amontonados, lo que tenía sus ventajas ante el frío penetrante de la madrugada. No podíamos lavarnos los dientes ni teníamos interior de repuesto de bóxer o camisa durante nuestra estancia. Por el hacinamiento las llagas y heridas de nuestros cuerpos y manos no supuraban.
Al amanecer, nos llevaron al patio y nuevamente nos mojaron con una gruesa manguera. Allí debíamos aprovechar para orinar y defecar. Nos dieron para desayunar otro pan dulce y café hirviendo en un vaso de plástico. Yo, tenía que comer el pan en grandes trozos para evitar que se me tapara la herida.
Me sentí miserable cuando los militares me obligaron a hacer fila para raparme el cabello, al igual que a todos. Además, me tomaron fotos de mi rostro y del tatuaje, preguntándome a qué escalón de la organización delictiva de Los Lobos pertenecía.
Experimenté una especie de muerte emocional; dejé de sentir, en los siguientes días, las torturas más dolorosas. Lo más duro era la añoranza de mi casa y mi familia, una nostalgia tan intensa que me consumía. Luego venía la repugnancia hacia la fealdad que me rodeaba. Mis compañeros, sí, compañeros, eran verdaderos asesinos, ladrones, traficantes; contaban sus hazañas y yo escuchaba asombrado. Pero yo solo estaba allí por un tatuaje que me hice por amor a mi perro.
Perdido en la distorsión del tiempo, una noche todos los reos comenzaron a gritar mi nombre como un eco: "¡Reo Pablo Dávalos, reo Pablo Dávalos!", era una invocación repetida por muchas voces. Entre la multitud, ansioso y desesperado, respondí: "¡Aquí, aquí estoy, aquí!".
Un corpulento militar, me llevó hasta una oficina iluminada por una luz tenue. Allí estaba mi mujer, acompañada por una figura casi mítica, el farandulero exfiscal del que no se saca el sombrero. Mis lágrimas brotaron de alegría al verla, fluyeron como ríos por la emoción contenida, quise acercarme a ella, pero me rechazó con un gesto de desprecio con las puntas de sus dedos; su rostro hizo una expresión de repulsión, de asco, tal vez por estar pestilente, como si viera a un fantasma y no al hombre que había amado.
El abogado, envuelto en la elegancia de su traje de diseñador y una nube de perfume, se acercó a mí con una frialdad que cortaba el aire:
—"Mañana saldrás, Pablo", —me dijo, con una voz seca, vacía, llena de indiferencia y apatía.
—"Hemos demostrado que todo ha sido una simple equivocación."
—"¿Equivocación?, ¡que HP! —", repetí, incrédulo. —"¡Usted no sabe lo que estos verdugos me han hecho!" —. La indignación brotó de mi voz como un volcán que despierta. Les mostré las cicatrices de mi espalda, las sombras verdes en mis pómulos, mi boca rota, el diente perdido en alguna parte del patio, mis nalgas moradas y raídas por la tortura con sendos troncos de madera. —"¡Miren lo que me han hecho!", —grité, pero el abogado, impasible, me cortó:
—"Ya, ya, olvida eso."
—"Claro, cómo no", respondí, sarcástico—. "¿Quién reparará todo este daño?"
Fue entonces cuando un militar, con la voz áspera como lo truenos en las montañas, pero como “valiente” ecuatoriano, ocultaba su rostro, como todos ellos, por pasamontañas, se dirigió a mí y confesó:
—"Mira, estamos en guerra y fuiste confundido con un terrorista por ese tatuaje."
Tres meses después de aquellos sucesos, a pesar que creció mi cabello, Mi esposa me dejó, se fue con el abogado, no comprendo, si él es casado, tal vez, será por su dinero o lujos.
Hoy, en nuestra cotidianidad continuamos viviendo una realidad que parece no haber cambiado, ni por el Estado de excepción o declaración de guerra. A mi alrededor, los robos, secuestros, sicarios extorsiones, crímenes, venta de drogas y más, continúan como si fueran parte de nuestra rutina. Los ciudadanos observamos, con una mezcla de resignación y desesperanza, la ausencia de los militares en las calles. ¿Será que se han cansado, o acaso esperan más recursos para combatir esta ola de violencia?
No puedo evitar sentir que, con cada día que pasa, nos hundimos un poco más en el desasosiego y la incredulidad hacia quienes nos gobiernan. La credibilidad del gobierno se desvanece como el humo, dejando un vacío que no parece poder ser llenado por promesas electorales.
Y en este escenario, Nobita, es un posible candidato a la reelección. ¿dejará su cargo a la vicepresidenta que ha humillado ante la vista y silencio de todos los ecuatorianos? Me pregunto, si en un giro del destino, Nobita no lograse ganar las elecciones, por culpa de su inexperiencia, ¿cambiarían las reglas?
El próximo gobierno, en su afán de marcar distancia, probablemente deshará lo poco o mucho hecho es gobierno, comenzando un nuevo capítulo de incertidumbre. Porque, en el fondo, el problema radica en nuestra falta de una política de Estado sólida y coherente, un faro que guíe nuestras acciones más allá de las fluctuaciones políticas.
Así, entre esperanzas y realidades, la vida continúa en un ciclo interminable de cambios y constancias, donde lo único seguro es la incertidumbre de lo que vendrá. Y en este circo de inestabilidad y corrupción, seguimos adelante, esperando el día en que las promesas se conviertan en realidades y la estabilidad no sea solo un sueño lejano.
Salí del gimnasio que está a dos calles de mi casa, vi a militares que estaban haciendo “batida”, como tenía mis documentos de identificación, proseguí. Un militar enmascarado, al verme, me detuvo, solicitó mi cédula y se la di, me preguntó:
—¿Qué cargo tienes en la pandilla?
Ahí caí en cuenta que tenía un tatuaje de mi perro siberiano en la pierna.
—Tu eres duro de los Lobos.
—No mi oficial, yo no pertenezco a nigu……, —solo sentí un golpe en la cabeza que me tumbó y dejó inconsciente.
Desperté, cuando sentí un líquido caliente en mi cara, al abrir los ojos, vi que un militar encapuchado estaba orinándome, escuché cientos de risas a mi alrededor, eran pandilleros detenidos, quise hablar, pero un chorro de orina entró en mi boca, callando mis palabras.
Me encontraba en ropa interior, al igual que los demás detenidos, arrodillados y con la cabeza inclinada hacia el suelo. Intenté levantarme, pero un latigazo en la espalda me hizo contorsionarme de dolor. El sol brillaba con intensidad, lanzaba sus calientes rayos directamente sobre mi piel, y sentí cómo la zona afectada por el latigazo comenzaba a ampollarse y a cocerse bajo el calor, similar a como se cocina la tripa mishki.
—Siéntate y no me mires #$%!&/ CTM baja la cabeza, ¡las manos en la nuca!
No lo podía creer, estaba en los patios de la penitenciaría, era como ser protagonista de un video de Los Maras de El Salvador. A mi alrededor estaban cientos de tatuados, pandilleros, rostros de avezados, malandros, choros, marihuaneros y más.
—"Disculpen, necesito hablar con ustedes", —exclamé en voz alta, tratando que algún militar me haga caso, manteniendo la mirada fija en el suelo.
—"¡Perros, todos ustedes son escoria!" —, vociferaban los soldados mientras repartían golpes a diestra y siniestra entre los pandilleros.
Empecé a notar un aroma intenso y persistente que, gradualmente, se infiltraba en mis fosas nasales. Tal como una niebla se cuela sigilosamente por el páramo, este olor se introducía en mis pulmones. Era una mezcla desagradable de olor a grajo con un matiz de pezuña, y parecía emanar de todas las personas a mi alrededor.
—Necesito hablar con su jefe —, grité desesperado.
—Nosotros no tenemos jefe como ustedes, tenemos comandante —, gritó otro soldado con voz enérgica.
—Yo no soy pandillero —, grité.
Un morenito que estaba mi lado tatuado todo el cuerpo me dijo:
—Oe, oe, cállate brother, te pueden violar está noche por decir eso.
No deseaba pasar ni una sola noche entre ellos. Los sonidos de golpes y torturas a algunos detenidos llenaban el aire; los gritos que se escapaban eran desgarradores. Nos hicieron poner de pie para obligarnos a cantar el himno nacional, un acto que parecía buscar algún retorcido sentido de patriotismo en medio del horror.
Luego pidieron que cantemos la canción “Rulay”, como yo desconocía su letra y tono, me sacaron al frente y me decían:
—¡Canta!
Al decirles:
—Yo no la sé, nunca he escuch... —" Antes de que pudiera terminar la frase, sentí el impacto brutal de la culata de un fusil contra mi rostro, propinado por un militar. La fuerza del golpe me tiró al piso, partió mi boca, y de inmediato sentí el sabor metálico de la sangre. Al intentar escupir ese sabor férreo, vi cómo uno de mis dientes caía al suelo, dejando en el pavimento con la evidencia física de la violencia recibida.
Al concluir el día, el cielo se teñía con un espectro que iba del amarillo al rojo escarlata, un bello pero irónico telón de fondo para lo que seguiría. Con una gruesa manguera, comenzaron a rociarnos agua fría. La sensación sobre mi piel era aguda; al contacto con el chorro, la herida en mi espalda se estiraba, provocándome un dolor tan intenso que escapaba a cualquier descripción.
En la penumbra de la noche, asolado por el hambre, nos entregaron, a las ocho, una ración compuesta por una tarrina de aguado hecho con desperdicios de pollo, un pan de dulce, y una funda de Fresco Solo de sabor a frutilla, pero sin refrigerar.
A pesar de la intensa hambre que me consumía, fui incapaz de comer. El profundo hueco dejado por el diente que había sido violentamente arrancado se convertía en un obstáculo doloroso; sentía como si los granos de arroz fuesen absorbidos y buscaran refugio justo en esa cavidad, provocándome una molestia que me impedía saciar mi apetito.
¡Me sentía humillado, Avergonzado, Denigrado, Deshonrado, Menoscabado, Abatido, Degradado, Subyugado, Ultrajado, Rebajado, Desvalorizado, Vejado!
Nos hicieron formar para dar parte a un oficial; recordé el tiempo que hice el servicio militar, mientras estaban hablando entre ellos grité con todas mis fuerzas:
—¡Permiso mi comandante para hablar con usted!
Me puse firmes y corrí hacía él.
No comprendieron lo que grité y erróneamente pensaron que estaba incitando a los demás a atacarlos. Todos los pandilleros presentes en el patio se dispersaron en carrera, mientras los militares buscaban refugio y comenzaban a disparar al aire, amenazando a más de cien detenidos que nos sometimos inmediatamente.
Fui acusado de ser el instigador y promotor de un intento de motín entre los detenidos. Con un tronco de madera, me golpearon unas veinte veces que casi no podía caminar. Nos metieron en un calabozo diseñado para albergar a 20 personas, obligando a 100 de nosotros a pasar la noche en condiciones extremas de hacinamiento. No había espacio ni siquiera para sentarnos en cuclillas en el suelo pelado, y mucho menos para intentar descansar.
Alrededor de las once de la noche, empezamos a oír el sonido de azotes y golpes, seguidos de los gritos de hombres siendo torturados. Este castigo pareció durar una eternidad, intensificando nuestro miedo y desesperación.
Siempre escuché que, si uno no duerme durante setenta y dos horas, sus acciones comienzan a fallar. ¡Pero eso es un mito! estuve despierto durante ocho días con sus interminables noches, cuidando mi integridad en medio de tantos delincuentes. Aun así, el intermitente sueño traía algo de alivio al dolor por unos ligeros instantes.
En el calabozo, estábamos apretujados y amontonados, lo que tenía sus ventajas ante el frío penetrante de la madrugada. No podíamos lavarnos los dientes ni teníamos interior de repuesto de bóxer o camisa durante nuestra estancia. Por el hacinamiento las llagas y heridas de nuestros cuerpos y manos no supuraban.
Al amanecer, nos llevaron al patio y nuevamente nos mojaron con una gruesa manguera. Allí debíamos aprovechar para orinar y defecar. Nos dieron para desayunar otro pan dulce y café hirviendo en un vaso de plástico. Yo, tenía que comer el pan en grandes trozos para evitar que se me tapara la herida.
Me sentí miserable cuando los militares me obligaron a hacer fila para raparme el cabello, al igual que a todos. Además, me tomaron fotos de mi rostro y del tatuaje, preguntándome a qué escalón de la organización delictiva de Los Lobos pertenecía.
Experimenté una especie de muerte emocional; dejé de sentir, en los siguientes días, las torturas más dolorosas. Lo más duro era la añoranza de mi casa y mi familia, una nostalgia tan intensa que me consumía. Luego venía la repugnancia hacia la fealdad que me rodeaba. Mis compañeros, sí, compañeros, eran verdaderos asesinos, ladrones, traficantes; contaban sus hazañas y yo escuchaba asombrado. Pero yo solo estaba allí por un tatuaje que me hice por amor a mi perro.
Perdido en la distorsión del tiempo, una noche todos los reos comenzaron a gritar mi nombre como un eco: "¡Reo Pablo Dávalos, reo Pablo Dávalos!", era una invocación repetida por muchas voces. Entre la multitud, ansioso y desesperado, respondí: "¡Aquí, aquí estoy, aquí!".
Un corpulento militar, me llevó hasta una oficina iluminada por una luz tenue. Allí estaba mi mujer, acompañada por una figura casi mítica, el farandulero exfiscal del que no se saca el sombrero. Mis lágrimas brotaron de alegría al verla, fluyeron como ríos por la emoción contenida, quise acercarme a ella, pero me rechazó con un gesto de desprecio con las puntas de sus dedos; su rostro hizo una expresión de repulsión, de asco, tal vez por estar pestilente, como si viera a un fantasma y no al hombre que había amado.
El abogado, envuelto en la elegancia de su traje de diseñador y una nube de perfume, se acercó a mí con una frialdad que cortaba el aire:
—"Mañana saldrás, Pablo", —me dijo, con una voz seca, vacía, llena de indiferencia y apatía.
—"Hemos demostrado que todo ha sido una simple equivocación."
—"¿Equivocación?, ¡que HP! —", repetí, incrédulo. —"¡Usted no sabe lo que estos verdugos me han hecho!" —. La indignación brotó de mi voz como un volcán que despierta. Les mostré las cicatrices de mi espalda, las sombras verdes en mis pómulos, mi boca rota, el diente perdido en alguna parte del patio, mis nalgas moradas y raídas por la tortura con sendos troncos de madera. —"¡Miren lo que me han hecho!", —grité, pero el abogado, impasible, me cortó:
—"Ya, ya, olvida eso."
—"Claro, cómo no", respondí, sarcástico—. "¿Quién reparará todo este daño?"
Fue entonces cuando un militar, con la voz áspera como lo truenos en las montañas, pero como “valiente” ecuatoriano, ocultaba su rostro, como todos ellos, por pasamontañas, se dirigió a mí y confesó:
—"Mira, estamos en guerra y fuiste confundido con un terrorista por ese tatuaje."
Tres meses después de aquellos sucesos, a pesar que creció mi cabello, Mi esposa me dejó, se fue con el abogado, no comprendo, si él es casado, tal vez, será por su dinero o lujos.
Hoy, en nuestra cotidianidad continuamos viviendo una realidad que parece no haber cambiado, ni por el Estado de excepción o declaración de guerra. A mi alrededor, los robos, secuestros, sicarios extorsiones, crímenes, venta de drogas y más, continúan como si fueran parte de nuestra rutina. Los ciudadanos observamos, con una mezcla de resignación y desesperanza, la ausencia de los militares en las calles. ¿Será que se han cansado, o acaso esperan más recursos para combatir esta ola de violencia?
No puedo evitar sentir que, con cada día que pasa, nos hundimos un poco más en el desasosiego y la incredulidad hacia quienes nos gobiernan. La credibilidad del gobierno se desvanece como el humo, dejando un vacío que no parece poder ser llenado por promesas electorales.
Y en este escenario, Nobita, es un posible candidato a la reelección. ¿dejará su cargo a la vicepresidenta que ha humillado ante la vista y silencio de todos los ecuatorianos? Me pregunto, si en un giro del destino, Nobita no lograse ganar las elecciones, por culpa de su inexperiencia, ¿cambiarían las reglas?
El próximo gobierno, en su afán de marcar distancia, probablemente deshará lo poco o mucho hecho es gobierno, comenzando un nuevo capítulo de incertidumbre. Porque, en el fondo, el problema radica en nuestra falta de una política de Estado sólida y coherente, un faro que guíe nuestras acciones más allá de las fluctuaciones políticas.
Así, entre esperanzas y realidades, la vida continúa en un ciclo interminable de cambios y constancias, donde lo único seguro es la incertidumbre de lo que vendrá. Y en este circo de inestabilidad y corrupción, seguimos adelante, esperando el día en que las promesas se conviertan en realidades y la estabilidad no sea solo un sueño lejano.
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