"AROMA DE MUERTE" Ocho días junto a mi esposa.
"AROMA DE MUERTE"
Ocho días junto a mi esposa.
En la penumbra de aquella habitación, los policías sacaron a mi perro; ese olor a mortecina entró a mis fosas nasales y penetró como un ladrón sigilosamente hasta mis pulmones; sentí repulsión, quise apartarme del lugar, pero tenía que reconocer el cadáver.
Al acercarme sigilosamente, el aire se sentía cada vez más pesado, un sentimiento de angustia y obligación me hacía avanzar. Mis zapatos se movían con voluntad propia, cada paso hacía crujir el piso de madera como si estuvieran encajándose para guiarme camino en este viaje de despedida.
La última vez que recuerdo que vi su sonrisa, como siempre, me transmitió paz. Un beso fue testigo mudo de amor eterno; el gesto de mis manos agarrando las suyas presagiaban un adiós que se convirtió en una despedida eterna.
En el piso estaba tirada una pequeña calavera rodeada de huesos y jirones de piel reseca. Al acercarme al cuerpo, apreté mis puños, cerré mis ojos por un instante, con temor que al abrirlos muestren lo que no deseo ver. Sin embargo, el olor a muerte se transformó en un leve aroma que me transportó a un jardín húmedo después de la lluvia ha caído.
Sí, esos despojos eran de mí amada.
Las sombras del atardecer que atravesaban las ventanas se movían lánguidamente junto con los amarillentos rayos del sol, formando siluetas que parecían transmitirme mensajes de paz y consuelo.
El tiempo parecía detenerse.
Y allí estaba, cara a cara, con lo que el implacable tiempo había decidido dejar de ella: los restos esparcidos de un cuerpo que alguna vez tuvo vida y me dio su amor; estaba allí, invadido por larvas y otros insectos que encuentran en la muerte su sustento. Orugas, moscas, o gusanos se encontraban en un festín macabro sobre los jirones de piel raída que alguna vez sintió mis caricias, el sol y el frío del invierno.
Entre los residuos, una calavera con su larga cabellera color caoba, la que miles de veces mis dedos se entrelazaron jugando con ellos, los huesos de su ser, yacían ahora como último vestigio de su humanidad, eran un cruel recordatorio que cada parte de mi ser había amado intensamente.
Mi corazón empezó a latir angustiado, atrapado en una hojarasca de tristeza, mientras mis ojos, paulatinamente se acostumbraban a la oscuridad que la noche traía en su espalda.
Quise acercarme a esos despojos, pero un policía me detuvo, me impidió avanzar; se acercaron apresuradamente hacia mí dos enfermeros, los que me inyectaron y sometieron, colocándome una camisa de fuerza y bozal.
El Fiscal, perplejo y con una mirada que oscilaba entre la incredulidad y el horror, ordenó que me retiraran inmediatamente de la escena. No concebía, ni él ni el equipo de investigación, cómo había sido capaz de cometer un acto tan sanguinario: asesinar a Rebeca y luego, en un giro aún más macabro y despreciable, permanecer al lado de su cadáver durante ocho días, practicando canibalismo acompañado de mi perro.
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