LA CUEVA DE LOS TAYOS “La Encrucijada del Tiempo", al estilo de Pablo Dávalos


 
 
 
“Nunca atribuyas a dios, un hecho que puede ser descrito por la razón”

 
 
El fascinante mundo subterráneo.
LA CUEVA
DE LOS
TAYOS
“La Encrucijada del Tiempo”
Un relato al estilo de Pablo Dávalos
“Un viaje al pasado del futuro”

Derechos Reservados
© Senadi [2024] [Pablo Dávalos]
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ACERCA DEL AUTOR
Pablo Dávalos, comunicador social, productor de televisión y aficionado a la fotografía, ha dedicado su vida a la creación y exploración de diversas formas de expresión artística. Nació el 27 de mayo de 1963 en Quevedo, Ecuador, y desde joven demostró un interés innato por la comunicación.
Egresado de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Guayaquil, donde comenzó a cultivar su habilidad para transmitir ideas de manera efectiva. Su conexión con la comunicación lo llevó a ingresar al mundo de la radio y televisión, donde se destacó como productor, contribuyendo al desarrollo de programas que abordaban temáticas informativas, sociales y culturales.
Su fascinación por la fotografía lo llevó a explorar y capturar la esencia de la realidad. Durante sus viajes por diversas regiones, Pablo inmortalizó a personalidades y momentos únicos y paisajes evocadores, compartiendo su visión artística a través de exposiciones y proyectos personales.
Entre sus obras más destacadas se encuentran “Relato de una Discapacidad Inesperada”, un conmovedor testimonio personal que desafía las percepciones convencionales; “Mis Relatos Favoritos”, una colección variada que demuestra la versatilidad de su pluma; y “Agonía en la Amazonía”, una obra que combina su compromiso social con la riqueza para abordar cuestiones ambientales y culturales.
Pablo Dávalos continúa su trayectoria creativa, explorando nuevas formas de expresión y compartiendo su visión del mundo a través de sus múltiples talentos. Su capacidad para combinar la comunicación, la fotografía y la escritura demuestra su dedicación a la expresión artística integral y su compromiso con la reflexión y el cuestionamiento constante.

LA CUEVA DE LOS TAYOS
CAPITULO UNO
Nunca supe cómo el decano de la Facultad de Antropología, el Master Iván Eduardo Valero Delgado, logró obtener mi contacto. Después de todo lo que pasó, habría deseado que nunca me hubiera contratado. Aunque, para ser honesto, él no tuvo la culpa. En realidad, debería haber rechazado su propuesta de unirme a ese proyecto desde un principio.
El tiempo, como un alfarero despiadado, moldeaba con sus perversas manos su influencia invisible en nuestras vidas, estirando y recogiendo, como barro, nuestro destino.
Pero, nadie, nadie podía predecir el futuro; además, ¡no podía rechazar la oferta!, especialmente porque mi esposa, Bertha Ortiz, estaba embarazada de seis meses. Ella misma se encargó de ayudarme a preparar las mochilas con la ropa y el equipo fotográfico. Nuestro hijo, Felipe, un niño de ocho años lleno de entusiasmo y alegría, se aseguraba de que todas las baterías estuvieran cargadas y listas para la expedición.
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La felicidad y la emoción llenaban nuestro hogar. Lo que ganaría en esos próximos ocho días superaba mis ingresos regulares de medio año. Sabíamos que este ingreso inesperado sería de gran ayuda para cubrir los gastos del parto y aliviar la presión financiera que estábamos experimentando.
Desde mi más tierna infancia, fui cautivado de manera irremediable por la ciencia y la exploración. En aquellos años dorados de mi niñez, devoraba con ansias las historias de descubrimientos extraordinarios en las antiguas culturas y civilizaciones. Quedaba totalmente inmerso en las narraciones sobre los misteriosos Incas y los enigmáticos Mayas.
No obstante, mi fascinación iba más allá de lo convencional; mi obsesión recaía en las teorías de los viajes en el tiempo, soñando con aventuras que trascendieran sin esfuerzo las fronteras del presente y el pasado.
Nunca imaginé que algún día me encontraría inmerso entre estos dos mundos que tanto me apasionaban, y mucho menos que lo haría simultáneamente, todo mientras se devastaba mi cotidianidad.
 

Estaba emocionado aquel 20 de marzo de 2016. Era una oportunidad extraordinaria: ¡me habían contratado para producir un video en la recóndita Cueva de los Tayos! Mi tarea consistía en documentar el proceso, análisis e investigación que llevarían a cabo los ocho científicos que formaban parte de este fascinante proyecto.
El día en que emprendimos el viaje, el 6 de abril, en Guayaquil, el cielo se pintaba con su típico color gris, el aire llevaba consigo la promesa de nuevas experiencias mientras nos preparábamos para la travesía. En ese momento, mi hijo se acercó, sus ojos reflejaban una mezcla de emoción y orgullo.
El abrazo fue más que un gesto; era un lazo que conectaba nuestras almas en la despedida. Sus pequeños brazos trataron de rodear mi figura, transmitiendo un aprecio que las palabras no podían expresar completamente. El beso en la mejilla fue una muestra de afecto, sellando nuestro vínculo antes de la partida.
—Eres mi héroe, papá. Vuelve y comparte tus relatos conmigo.
Mi esposa, gestadora de sueños y portadora de la vida, irradiaba un resplandor único. Se me acercaba con su inmenso vientre que es
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un universo donde los sueños y la realidad se unen con nuestro amor; en su ser, se unen dos mundos: nuestro hijo que ya juega en el jardín de sus abrazos y la hija que se anuncia como un cuento por leerse. La maternidad, vista a través del prisma del amor, hace que cada patadita y cada sonrisa, sean puentes entre unión en el misterio de la creación y el asombro de dar vida.
Sastenia una gorra que colocó con delicadeza en mi cabeza. Un beso emotivo unió nuestros labios, mientras mi mano encontraba refugio en su apacible barriguita, la cual acaricié con ternura y la besé también. Fue como si en ese gesto, presagiara el misterio que se avecinaba.
Una lágrima, desafiando las leyes de la gravedad, descendió con gracia por su mejilla, como si llevara consigo los secretos del tiempo. Con una voz entrecortada, impregnada de tristeza, pronunció estas palabras:
— ¡Te esperaré toda la vida!
Un vehículo moderno, una espaciosa Van, se presentó puntualmente para recogerme y me condujo al Hotel Hilton Colón, lugar de alojamiento del equipo de la expedición. La tarea encomendada a los científicos era nada menos
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que recolectar muestras e información detallada sobre las diversas formas de vida que habitaban en la recóndita Cueva de los Tayos.
El miembro de mayor edad en el grupo era el geólogo alemán Hans Zimmermann, era un hombre de baja estatura y corpulencia rechoncha. Su rostro, marcado por los años se interpretaba como si estuviera constantemente enojado consigo mismo, las arrugas que surcaban su frente contaban desafíos enfrentados en la búsqueda de secretos ocultos bajo la tierra.
Su mirada intensa, sin embargo, a menudo se la veía a través de un par de anteojos redondos transparentes que descansaban sobre su nariz, agregando un toque académico a su apariencia. Su misión era la de estudiar la historia geológica y la composición de las rocas y minerales en la cueva. Se rumoraba que había sido enviado por el famoso investigador Erich Von Daniken, autor del renombrado libro “El Oro de los Dioses”.
En este libro, Daniken describe que pudo ingresar a un cuarto resplandeciente, en el interior de la Cueva de los Tayos.
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En las reuniones previas, había tenido la oportunidad de conocer a los miembros del equipo. Estos encuentros anticipados nos permitieron estrechar lazos, forjar una camaradería sólida y coordinar todos los detalles esenciales de la expedición. A pesar de que éramos un equipo relativamente joven, contábamos con diversidad en cuanto a orígenes y experiencias.
Durante estas conversaciones, se forjó una conexión especial con tres de los miembros del equipo: el arqueólogo mexicano Ramón Ruíz, él sería el encargado de investigar la presencia de evidencia arqueológica, como restos humanos, arte rupestre u objetos antiguos.
La agraciada espeleóloga francesa Edith Leroy, era experta en la exploración de cuevas y con conocimientos en geología, topografía, técnicas de navegación subterránea, y cartografía de cuevas. y la española Victoria Pizarro, antropóloga, ella es la encargada de investigar la relación entre las poblaciones locales y las cuevas, así como la importancia cultural y espiritual de las cuevas en la sociedad.
Cuando se enteraron de que yo había producido el documental “Las Chincanas bajo el Cusco” dos años atrás para National Geographic, quedaron
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gratamente sorprendidos. Las Chincanas son extensos túneles construidos por los Incas, que serpentean bajo la ciudad de Cusco y se rumorea que se extienden por todo el continente americano e incluso tienen conexiones con otras partes del mundo.
Para ellos, mi experiencia representaba un vínculo tangible con el pasado, una especie de puente hacia lo que estábamos a punto de explorar en la lejana cueva ecuatoriana.
Este viaje prometía ser mucho más que una simple expedición. Parecía que nos estábamos uniendo con lazos invisibles que conectaban el pasado y el presente, sumergiéndonos en un mundo de secretos, maravillas y descubrimientos enigmáticos.
Mientras avanzábamos, quedaron completamente maravillados por la impresionante belleza de los paisajes ecuatorianos. Los colores vivos, parecían cobrar vida con cada rayo de sol; estos, llenaban el paisaje de una energía resplandeciente. Los tonos esmeraldas de la exuberante vegetación se mezclaban con los azules intensos del cielo y las aguas circundantes, creando una infinita paleta visual que desafiaba la imaginación.
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En la sierra ecuatoriana, una sorpresa inesperada aguardaba a nuestros viajeros. Las condiciones climáticas, impredecibles como la flora circundante, les presentaron una torrencial lluvia como una bienvenida inesperada. La precipitación descendió con fuerza, reduciendo notablemente la temperatura y manifestando el abrupto cambio de clima, entre el costeño y serrano.
Esta experiencia repentina recordó a los exploradores que estaban inmersos en un viaje lleno de sorpresas y maravillas, donde la naturaleza misma parecía tener su propio ritmo y estado de ánimo
Azogues les pareció una ciudad sacada directamente de las páginas de un cuento de hadas. La arquitectura colonial, con sus calles empedradas y casas con balcones floridos de diversos colores, los transportó a otra época. Cada arquitectura y buen cuidado de las casas, parecían tener una historia que contar, y nuestros invitados estaban ansiosos por descubrir más sobre nuestro país.
Los indígenas locales, vestidos con sus trajes típicos, aparecieron ante ellos como herederos de una cultura que coexistía con el presente. La
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visión de estos nativos les permitió presenciar la preservación de tradiciones culturales en vivo y en directo. Cada color, cada tejido, cada detalle de los trajes hablaba de nuestra historia que se había transmitido de generación en generación.
Principio del formulario
Emocionada, la doctora ecóloga encargada de investigar cómo la cueva se integra en el ecosistema circundante y las poblaciones de animales y plantas están interconectadas, Gisella Gómez, que iba sentada al lado mío, colocándose los lentes me preguntó.
—Che, ¿y visté? Dónde iremos, y, ¿es verdad que hay indios?
Sorprendido y sonriendo le respondí.
—Sí, sí, pero tienen contacto con la civilización, no son salvajes.
—Y, y, es que mi esposo me dijo que hay indios que reducen las cabezas, ¡vite!. —de verdad que estaba nerviosa, lo supe, al ver temblar sus manos.
—Si, donde vamos es una tribu Shuar, pero ellos ya no practican la Tzantza, desde 1960, no se preocupe por eso, —manifesté.
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Arribamos a Méndez, provincia de Morona Santiago, agotados; después de un viaje en una mala carretera; allí, nos detuvimos a estirar los pies y comer algo; en Yuquianza, una hora adelante, nos esperaban 3 lanchas para transportarnos a través del río, a una comunidad Shuar. Aquí, todos los expedicionarios, sintieron el verdadero calor de la jungla.
Recorrimos a través de las peligrosas y turbulentas aguas oscuras del río Namangosa, que al fundirse con las aguas cristalinas del río de Zamora toma el nombre de rio Santiago. Los paisajes de la cordillera eran encantadores, llena de vida y misterio; de ella brotaban inmensas cascadas de más de setenta metros que se desplegaban al vacío formando verdaderos mantos de agua, en medio de la cordillera de El Cóndor, navegaríamos por una hora y diez minutos, adentrándonos a territorios desconocidos, hasta llegar a la vera del río.
Aquí, la fauna y la flora también dejaron una impresión duradera en los científicos. La ambientalista Karol Franco, llamó mi atención tocando mi hombro con su dedo índice, emocionada me dijo:
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—¡Esto es una verdadera maravilla! ¡Ecuador es un laboratorio natural!, ¡es biodiverso!
Yo estaba grabando todo minuciosamente cada aspecto de nuestra travesía, desde las reacciones y expresiones de mis compañeros hasta todos los acontecimientos que ocurrían a nuestro entorno.
A medida que avanzábamos por la densa selva, una sensación de asombro y remembranza me envolvió, era como si estuviera siguiendo las huellas de viejos exploradores, que, sin equipos apropiados, habían desafiado estos límites. Mi mente se transportaba a viejas páginas de la historia, y no podía evitar imaginar que estos mismos territorios fueron pisados los intrépidos españoles en busca de los tesoros del Nuevo Mundo.
Uno de esos valientes exploradores fue, Francisco de Orellana, que se adentró a estas mismas selvas con la esperanza de encontrar el mítico Dorado y las legendarias tierras de canela, en su épica travesía, lo que encontró superó sus propias expectativas y cambió la historia. En un giro inesperado del destino, Orellana se convirtió en el descubridor de un tesoro aún más grandioso: el majestuoso río de aguas dulces más largo del mundo, el Amazonas.
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Aquí fue cuando me di cuenta que nosotros también estábamos escribiendo nuestra propia historia en esta tierra encantada, estos valles y quebradas eran custodiados por seres que habitan este territorio mucho antes de la llegada del hombre y por eso, esta cordillera lleva su nombre.
Un inmenso Cóndor sobrevoló sobre nosotros, planeó majestuosamente, dejándonos ver sus extensas alas desplegadas de más de tres metros de envergadura; su cuerpo, aristocrático con plumas color negro, llevaba en su cuello un elegante collar elaborado de pequeñas plumas blancas.
El master Valero, líder de esta expedición, emocionado, señalando su curso explicó:
—Ese es un Cóndor; es una de las aves voladoras terrestres más grande del mundo; suelen vivir hasta setenta años. —mientras todos mirábamos el vuelo de aquella inmensa ave, continuó, —los ecuatorianos nos sentimos orgullosos de él.
Según cuenta el mito, cuando comienza a envejecer y siente que sus fuerzas se están acabando, llega al pico más alto y saliente de las
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montañas, repliega sus alas, recoge las patas y se deja caer contra el fondo de las quebradas donde termina su reinado. Esta muerte es simbólica, ya que con este acto el cóndor vuelve al nido, desde donde renace hacia una nueva vida.
El Cóndor andino está representado en nuestro escudo y se yergue imponente, majestuoso con sus alas abiertas, simboliza el poder, la fuerza, y la destreza; según la leyenda. también era el responsable de que el sol salga cada mañana, pues con su energía es capaz de tomar el astro y elevarlo sobre las montañas para iniciar el ciclo vital.
El cóndor protege a su familia, a sus crías, les enseña a volar y solo se aparta cuando son capaces de valerse por sí mismos; es monógamo, nunca abandonará a su pareja con la que compartió toda su vida, y por la que, sin dudarlo, emprenderá el viaje a pique a la quebrada, si esta parte de este mundo antes que él.
Los científicos estaban entusiasmados y tenían mucha determinación, la lancha, que cortaba las turbulentas aguas del río, lanzaba altas olas que nos salpicaban a todos. La mayoría de nosotros
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ya estábamos empapados por completo, pero no nos importaba; estábamos decididos en llegar y explorar el misterio de la cueva.
El calor amazónico caía sobre nosotros como un manto pesado, sofocándonos a medida que avanzábamos río arriba. A pesar de la velocidad de la lancha, que provocaba una brisa refrescante, la humedad en el aire era tan elevada que sentíamos que podíamos cortarla con un cuchillo. Los sonidos de la selva, llenos de vida y misterio, nos envolvían, y la vegetación exuberante parecía que se abría alrededor del río, creando un túnel verde que parecía no tener fin.
Al verla entusiasmada, pregunté a la francesa Edith Leroy:
—¿Qué te gustaría encontrar en esta aventura?
—Mi sueño es explorar aquella mítica cueva, —respondió en español con dificultades de pronunciación, —se rumorea que se encuentran tesoros perdidos y aquella famosa biblioteca que tiene guardado los secretos de los inicios de la humanidad. Así que mi objetivo es encontrar rasgos de aquella civilización perdida, analizarla e investigar la antigüedad de la Cueva, hacer mediciones y definir patronos arquitectónicos si
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existieran, revisar los minerales y formaciones geológicas, además de obviamente determinar, si hay algo misterioso.
—¿Cómo describirías tu posición en relación con la religión o las creencias espirituales?
—Soy científica, el texto creacionista que impone el Génesis de la Biblia nunca logró satisfacer mi curiosidad, por lo que me interesé a estudiar antropología y arqueo-genética. Tengo una postura más objetiva en la vida, eso me permite ver las cosas de distintos puntos de vista, así puedo filosofar e investigar, —mirándome fijamente, prosiguió: —por eso estoy aquí, y me da mucho gusto haberte conocido.
A medida que avanzábamos, la expectación y la emoción se mezclaban con la fatiga y el agotamiento. La selva amazónica no daba tregua, pero tampoco lo hacíamos nosotros.
“Las historias que intercambiábamos entre risas y asombro tenían muchas expectativas, a medida que la corriente nos llevaba por el sinuoso río, la variada flora y la fauna exótica se revelaba ante nosotros. Las aves que cruzaban el cielo llevaban consigo los secretos de las montañas, mientras
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que las plantas que asomaban desde las orillas hablaban en un lenguaje silencioso, sus formas y colores desafiaban toda lógica conocida.
Edith, agarrándose de mi chaleco, se levantó emocionada, y con su dejo natural gritó:
—“Mire”, ¡miren esos perroquets!, —elevó su mano y rostro al cielo, con una inocente sonrrisa de asombro.
Efectivamente, una bandada de más de cien hermosos papagayos multicolores, se cruzaban sobre nosotros emitiendo fuertes chillidos alegrando más el ambiente; eran, como notas musicales en un concierto celestial, una sinfonía desconocida que acariciaba gratamente nuestros sentidos terrenales. Asi también, como la selva es impredecible, una inmensa anaconda de intrincados colores opacos, de unos cuatro o cinco metros, reposaba envuelta en una rama que caía al río.
—Este río está infestado de cocodrilos y pirañas, ¡agárrense bien!, ¡cuidado se vaya a caer alguien!, —gritó el lanchero, para que seamos precavidos.
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Cuando intenté capturar las expresiones en los rostros de los científicos a bordo de la lancha que se encontraba a mi izquierda, me percaté que la doctora Gisella Gómez, tenía sus ojos bien cerrados y sus dos manos bien sujetas a los bordes de la lancha; de verdad que sentí mucha lastima por aquella mujer, que tenía los nervios destrozados y apenas llevábamos dos horas y aún no comenzaba nuestra odisea; el rocío de la lluvia comenzaba a abrazarnos progresivamente, el cielo se tiñó de gris, presagiando una tormenta inminente.
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CAPITULO DOS
Al llegar a la vera del río, nos dimos cuenta que, aquí comenzaría en realidad nuestra aventura. Tendríamos que caminar tres kilómetros a través de la selva hasta llegar a la comunidad Shuar, donde encontraríamos refugio y descanso. La perspectiva bajo la lluvia era agotadora.
Yo no tenía conocimiento de la existencia de un equipo de avanzada encargado de coordinar nuestra llegada hacia la comunidad Shuar y de ayudar en la exploración de la cueva. Sorprendentemente, ya habían organizado los equipos que los científicos emplearían, así como toda nuestra vestimenta y provisión de alimentos.
Es así que varios jóvenes nativos Shuar, acompañados por seis mulas, emergieron como fantasmas de la densidad de la selva para recibirnos, saludándonos con sonrisas amigables y ojos llenos de curiosidad.
Eran nuestros anfitriones, ellos, aliviaron las preocupaciones respecto a cargar nuestros pesados equipajes bajo la lluvia. Estos bultos,
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numerosos y voluminosos debido al equipo esencial para la expedición, dejaron de ser motivo de inquietud gracias a su generosa ayuda.
A pesar de la barrera del idioma, la comunicación fluía naturalmente, envolviéndonos en su amabilidad y disposición para ayudarnos. Nos sentimos acogidos por gestos y palabras que sobrepasaban las diferencias lingüísticas.
La ribera del río estaba llena de enormes piedras cuyos contornos ovalados parecían haber sido moldeados por el fluvial lecho fuerte, eran como grandes huevos prehistóricos. Cada pisada se convertía en un ritual de equilibrio y valentía; el peligro de caer era real, pero la determinación nos impulsaba a avanzar. Cada miembro del grupo se apoyaba mutuamente mientras sorteábamos este obstáculo natural.
Debíamos que caminar en la escarpada cordillera, enfrentando no solo la inclemencia de la lluvia, sino también el desafío añadido de lidiar con el peso de las mochilas que convertía la travesía en una verdadera odisea, aún después de haber terminado la lluvia. La vegetación espesa se cerraba a nuestro paso, las ramas y espinas cortaban nuestras pieles con cada movimiento.
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El terreno resbaladizo se volvía un verdadero obstáculo; el espeso barro húmedo nos atrapaba con cada paso, haciendo casi imposible avanzar; nuestras botas se hundían en el fango, complicando cada paso siguiente. La doctora Gisella fue la primera en sucumbir, resbalándose y pidiendo auxilio mientras sentía que el fango intentaba absorberla, impidiéndole levantarse.
El fango amenazaba con tragarnos, las mulas resbalaban peligrosamente y se resistían a avanzar. La situación se volvía caótica, y varios de nosotros rodamos por el terreno resbaladizo e inestable, luchando por proteger los equipos que llevábamos.
La montaña, era un desafío físico, se revelaba como una prueba extrema que ponía a prueba nuestra resistencia y determinación. Poco a poco la luz del día se apagaba, dejando que las tinieblas de la selva nos abracen. La oscuridad se cernía intimidante a nuestro alrededor, las potentes luces led eran absorbidas por las espesas tinieblas, era como si la selva absorbiera su luz para alimentarse ella misma.
Pero la verdadera pesadilla comenzó cuando los mosquitos, hambrientos y voraces, se abalanzaron sobre nosotros como un enjambre
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sediento; las picaduras se convirtieron en un tormento constante que rivalizaba con los desafíos naturales del terreno. El zumbido agudo de los mosquitos atormentaba nuestros oídos, acompañado por nuestras exclamaciones de dolor y frustración.
El repelente de insectos que habíamos traído resultó ser insuficiente ante el voraz ataque. La piel expuesta se cubría de sendas marcas rojas, y cada intento de ahuyentar a los mosquitos se volvía un esfuerzo inútil.
El sonido del silencio era interrumpido únicamente por los gritos de los monos y aves que se comunicaban en un lenguaje; los inmensos murciélagos, curiosos al sentir nuestras voces y movimientos, se acercaban de manera intimidante, emitiendo chirridos que vibraban en sintonía con los latidos del corazón, que hacían estremecer todo el cuerpo.
La llegada a la comunidad Shuar se convirtió en un auténtico respiro. Arribamos antes de las ocho de la noche, bajo un manto celestial bordado con millones de estrellas centelleantes; era como si el firmamento mismo nos extendiera una cálida bienvenida a este rincón cautivador. Nos dirigimos rápidamente hacia un cercano riachuelo, donde
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las aguas heladas limpiaban nuestra piel, borrando las huellas del largo sendero que habíamos recorrido. Era como si cada gota de agua, llevara consigo un mensaje de renovación y encuentro con la esencia de la naturaleza.
Instalamos las carpas, cada estaca clavada en la tierra era como un ancla que nos conectaba con la madre naturaleza, un gesto de respeto hacia el territorio que nos acogía. Con cada lona extendida, parecía que armábamos una barrera invisible pero poderosa, como si con el vinil de las carpas, pusiésemos un escudo contra las fuerzas de la selva.
Al alinear nuestras carpas junto a las del grupo de avanzada, era como si construyéramos una fortaleza colectiva, formando un cinturón protector que nos unía como compañeros de expedición, unidos contra las sorpresas que la noche selvática pudiera traer consigo.
Este campamento, no era otra cosa que la hacienda de la familia Tiwuaram, orgullosos miembros de la comunidad de Coangos, pertenecientes al enigmático pueblo Shuar. Al adentrarnos en este santuario de historias olvidadas, fuimos recibidos por José Tiwuaram y
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su esposa, la señora María Chikainia, una joven matriarca envuelta en la sabiduría de antiguos secretos gastronómicos de estas tierras.
A su lado, emergían tres figuras jóvenes que encarnaban la conexión entre pasado y presente: Juan, adolecente intrépido de 17 años, María, una joven de 16 años, y Anita, una niña de 13 años. En sus ojos, grandes y profundos, parecían recoger todas las enseñanzas transmitidas de su madre, era como si en sus miradas estuviese posada la riqueza de la historia Shuar.
La bienvenida no fue solo verbal, hubo un ritual que se desplegó con la exquisitez de la tradición, era en realidad una ofrenda de hospitalidad. Nos agasajaron con un caldo de gallina criolla, que despedía un aroma cautivador; el estofado con arroz, elaborado con ingredientes locales y un té de guayusa, una infusión que parecía ser un elixir de bienestar extraído directamente de la naturaleza circundante.
Estos habitantes Shuars, de la selva amazónica, han sido civilizados solo hace unos sesenta años; han emprendido el ecoturismo como una forma de subsistencia, Al notar el abandono por parte del Estado en términos de apoyo y desarrollo, han
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decidido tomar las riendas de su destino y buscar la generación de ingresos económicos propios para subsistir en esta selva olvidada.
Al ver que existe un flujo permanente de turistas, tanto curiosos como profesionales, que desean conocer la cueva y explorar la selva amazónica, han decidido ofrecer servicios de guía y estadía a aquellos que buscan vivir una experiencia única en este lejano rincón de la selva. Es como si la misma jungla los hubiera elegido como sus guardianes, otorgándoles habilidades especiales para guiar a los forasteros por su laberinto de maravillosos túneles ocultos.
Ellos son descendientes orgullosos de los guerreros más sanguinarios del mundo, los Shuar reductores de cabeza que practicaban la Tzantza: conocida como la “reducción de cabezas”, era una práctica cultural exclusiva de los temidos indígenas Shuar, en la que extirpaban y reducían la cabeza de sus enemigos, mediante un proceso secreto de cocción, retracción y contracción de la piel. Esto lo practicaban con fines rituales y los mantenían como trofeos de guerra. Estos jibaros nunca pudieron ser sometidos, por los Incas o españoles.
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Al siguiente día, nos despertamos con el sol emergiendo lentamente entre las copas de los árboles, sentimos la sensación como si el mismísimo astro rey se estirara después de amanecer junto con la selva. El aire que respiramos era más que oxígeno; el aire era puro y el sonido de la naturaleza, los cantos de las aves, el susurro de las hojas, nos llegaba a los oídos como un coro celestial.
Nos dirigimos hacia el área comunal de la comunidad Shuar, donde el Master Valero nos llamó para disfrutar de un desayuno que parecía preparado por las deidades de la selva. Compartiendo historias, declaró que estás cuevas ya habían sido conocidas mucho antes del gobierno de García Moreno, en el año 1862, el general Víctor Proaño, un militar confinado a permanecer en el Oriente, fue la primera persona en documentar y hacer el primer plano de la tercera cordillera de la cueva los Tayos.
—En la actualidad, se le atribuye a Juan Moricz, un antropólogo y aventurero húngaro, quien descubrió la Cueva de los Tayos, y por medio de su asesor legal y compañero de aventuras, Gerardo
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Peña Matheus, notarizaron el descubrimiento, y Stanley Hall, un ingeniero escocés, siguió los pasos de Moricz en la investigación de la cueva.
Todos estábamos inmersos, escuchando el relato.
—La cueva ya era conocida por la mayoría de colonos del sector, desde tiempos inmemoriales, pero, en el año 1969, Móricz, dio a conocer al mundo, el hallazgo de la Cueva de los Tayos. Él declaró haber encontrado en una cueva, objetos preciosos de gran valor cultural e histórico para la humanidad, que consisten en cientos de láminas metálicas elaboradas por el hombre, que contendrían el enlace histórico de toda una civilización perdida, de la cual el género humano, no tiene memoria, —además añadió el master—, lo que queda claro, es que la civilización mencionada por Móricz, es desconocida, así como se desconoce la cueva donde estarían las láminas.
En una entrevista que le hizo Alberto Borges en el noticiero Telemundo de Ecuavisa, Móricz, declaró, “He conocido construcciones gigantescas en el mundo subterráneo, grandes túneles y grandes salas perfectamente labradas, hechas
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por el hombre; con una gran cantidad de objetos que nos aclaran, que nos dan todo el pasado del hombre sobre la tierra”.
Al estar casi hipnotizados escuchando aquel relato, nuestras miradas se encontraron con un enigma: faltaban dos miembros de la expedición, la antropóloga Victoria Pizarro y la bióloga Hellen Smith. Hubo un toque de misterio en torno a ellas, se habían esfumado a la espesura de la jungla.
La noticia de su desaparición se extendió entre nosotros. Los jóvenes nativos Shuar, quienes dicen ser cazadores sigilosos como los del jaguar, se ofrecieron de inmediato para seguir sus huellas en la selva.
La búsqueda comenzó y, en unos pocos momentos las encontraron desorientadas, pero cautivadas de las maravillas de la selva: mariposas de colores iridiscentes, grillos que cantaban, colibríes juguetones y por la cantidad de especies nunca vistas por ellas, se alejaron solo unos pocos metros, se desorientaron y no volvieron a encontrar el camino.
Mientras tanto, en el campamento, un grupo de científicos estaban encantados por la biodiversidad de la región. Solicitaron quedarse
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más tiempo para explorar y estudiar a fondo todos los tesoros naturales que la selva amazónica tenía para ofrecer. Una discusión se desató entre ellos, pero finalmente acordaron darles un día, es decir, veinticuatro horas para completar su trabajo.
Este sitio es tan encantador y a la vez tan apartado, que no llega la señal de celular, así que estaría sin poder comunicarme con mi amada esposa, todos estos días; en realidad, estaba preocupado por su embarazo.
Las humildes moradas, apenas cuatro modestas casas construidas con caña y madera, eran testigos silenciosos de ver pasar lentamente el tiempo en su frente; en el corazón de la comunidad, estaba la cocina abierta, donde un fogón ardía con la fuerza del volcán. Los trastos de cocina, gastados y negros de tizne, parecían contar historias de festines y celebraciones, y las sombras danzantes que se proyectaban en las paredes contaban cuentos antiguos.
A pocos pasos, se abría un comedor sencillo, donde las mesas de madera parecían haber crecido directamente del suelo, como si la selva misma hubiera moldeado el mobiliario. Las mesas y asientos, eran sendos troncos de árboles cortados. Allí, los miembros de la comunidad
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compartían sus comidas, conversaciones y risas, fortaleciendo los lazos que los unían a su entorno natural.
Entretanto esperábamos el amanecer, para emprender rumbo a la cueva, el tiempo parecía estar en pausa. La comunidad Shuar nos acogía como sus invitados, pero esa amabilidad no era gratuita; ellos cobran por todo. Aquí comenzó mi intriga y me llevó a preguntar a Edith Leroy, quien costeaba esta millonaria expedición.
—Edith, cuéntame, ¿quién patrocina esta investigación?, ¿qué pretenden encontrar en esta cueva?, porque hay mucho dinero invertido aquí.
Ella, de la manera más natural, sonriendo me dijo:
—Esta es una expedición patrocinada por Mark Zuckerberg, el creador de Facebook; te seré sincera, —se sentó en el pasto y con su acento extranjero que se le escuchaba encantador, continuó, —se rumora que las famosas tablas con grabados que asegura Moricz, que hay en el interior, han sido elaboradas con un material especial, y que al doblarlas, recobran su posición original; es decir, son de un material que tiene
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memoria, es un “Metamaterial”, y él necesita esa tecnología para hacer celulares de última generación.
¡Claro!, pensé, ahora lo entendía; Juan Moricz manifestó que, después de contactar con la tribu de los indígenas en idioma magiar, fue guiado hacia los Shuars, guerreros salvajes reductores de cabeza, ellos, lo condujeron a través de la selva a un fascinante sistema de cuevas custodiado por Tayos.
Él entró solo, los Shuars no ingresan por sus creencias; pero encontró la primera cámara, y descubrió una bóveda que, mediante una columna inmensa de cuarzo, durante los solsticios permite que un rayo de luz ilumine una mesa ritual, tiñendo la cueva de un verde misterioso. La siguiente cámara albergaba esqueletos dorados y seres de otro mundo reposando en estado en una cripta de oro.
En la última cámara, dijo que encontró un tesoro excepcional. Cientos de láminas, principalmente de oro, cobre y plata, decoradas con jeroglíficos aún sin descifrar, junto con estatuas de oro representando animales exóticos, como el elefantes africanos o asiáticos, revelando una
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diversidad cultural y artística desconcertante. En estas placas se describe la historia de la humanidad y el origen del hombre sobre la tierra.
—¿Tu trabajas para Zuckerberg?, —pregunté asombrado.
—Sí, todo el equipo que ves aquí trabajamos para Mark, y ahora tú también eres parte del equipo, —me lo dijo sonriente, — él vendrá el 15 de abril y nos reuniremos a dar el informe.
Cuando llegó el atardecer, el cielo se transformó como en una paleta de colores con una inmensa alfombra verde a sus pies, y pasó, desde un amarillo a rojo intenso y el sol era solo una luz tenue que se la podía ver sin hacer esfuerzo en los ojos y cuando llegó la oscuridad, millones de luciérnagas la recibieron titilando sin cesar, mientras ella nos abrazaba.
Un miembro del equipo de avanzada nos entregó dos círculos elásticos, sugiriendo que los colocáramos en la basta de los pantalones al estilo militar. Nos explicó que esto evitaría que insectos o animales indeseados subieran peligrosamente por nuestras piernas. Estas instrucciones me parecieron sumamente prácticas; durante mi
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servicio militar, nunca me habían explicado el propósito de estos elásticos, y siempre los había considerado simplemente un detalle estético.
Al día siguiente, nos adentraríamos en la cueva.
Con el amanecer como testigo, emprendimos una caminata de dos horas, llevando una vez más nuestros equipos y provisiones. En esta ocasión, contábamos con la compañía de ocho robustas mulas que llevaban consigo el pesado cargamento, ocho miembros del equipo de avanzada, seis fuertes nativos experimentados como guías y tres mujeres encargadas de la preparación de alimentos desde el exterior de la cueva.
El ambiente estaba impregnado de energía, mientras el grupo se movía con determinación por el terreno desafiante. El bullicio de las voces se mezclaba con el caminar pausado de los animales, el crujir de las ramas y el murmullo constante de la jungla circundante; creando una atmósfera viva y palpable que anunciaba la jornada que teníamos por delante.
Daba gusto observar cómo caminaba el geólogo Hans Zimmermann, quien parecía un personaje directamente salido de una película de Indiana
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Jones. Vestido con un atuendo caqui, llevaba botas de explorador y un casco estilo safari que le confería un aire intrépido y aventurero. Cada vez que lo enfocaba con la cámara, su rostro serio se transformaba en una amable sonrisa, revelando su dedicación profesional y su espíritu apasionado por la exploración.
Cruzamos puentes improvisados sobre riachuelos, ascendimos por la agreste montaña a través de caminos resbaladizos, con el temor constante de que las mulas pudieran resbalar y caer sobre nosotros. Incluso nos aventuramos por el tramo más peligroso, donde se encontraban las arenas movedizas. Aquí, la precaución era imperativa; debíamos caminar con rapidez o incluso correr para evitar hundirnos en este terreno traidor y peligroso.
Los momentos previos a la lluvia se envolvieron en una tensa anticipación. Rayos brillantes perforaban el oscurecido cielo, iluminando la montaña con destellos eléctricos. Los truenos se escuchaban como explosiones en el cielo; el sereno del amanecer, se transformó en un lienzo de nubes cargadas de grises intensos, anunciando la inminente tormenta. El viento transitaba a nuestro
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alrededor, llevando las hojas caídas a ninguna parte; era un preludio que precedía al poderío de la lluvia que estaba a punto de desencadenarse.
Nadie se percató en un principio, pero en cierto momento, nos encontrábamos justo en la entrada de la cueva. Si no hubiéramos tenido guías experimentados, el riesgo de caer habría sido real. Los hábiles colonos, con machetes cortaron la maleza como hojas de un libro, hasta que revelaron la entrada a la mítica Cueva de los Tayos. Emocionado, me acerqué para contemplar la profundidad de aquel inmenso pozo, donde estábamos a punto de sumergirnos.
Me aferré al tronco de un árbol que se erguía hacia el fondo del abismo. Al dirigir mi mirada hacia el vacío, mi corazón comenzó a latir desenfrenadamente y un intenso mareo se apoderó de mí súbitamente, acompañado de una extraña sensación de inestabilidad. Mi piel se erizó y los cabellos se pusieron de punta, presagiando una reacción de vértigo que dominaba mi ser. Aquella atracción inexplicable hacia el abismo resultó ser una experiencia embriagadora.
La entrada se desplegaba majestuosa, como un grandioso óvalo de unos quince metros de largo por dos de ancho. Era como una herida
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monumental en la tierra, imponiendo su presencia de manera imponente y misteriosa. En un momento de asombro, quedamos perplejos al escuchar desde sus entrañas unos chillidos aterradores, semejantes a quejas que evocaban los maullidos de gatos o el rugido de un jaguar herido.
La antropóloga Pizarro, ante la atenta mirada de todos, abrió sus ojos vivaces como platos, sorprendida y aterrada al mismo tiempo. Un grito de susto y desesperación escapó de sus labios:
—Oh, por dios, ¿Qué son esos lamentos? ¿Son demonios?
José Tiwuaram, el guía que nos acompañará en esta travesía, un hombre de mirada serena y voz pausada, con presencia que inspira confianza, emanando una calma que contrastaba con la inmensidad de la selva que nos rodeaba, tranquilizó al grupo diciendo:
—No se preocupen, esos son los Tayos; ellos chillan así, están sintiendo nuestra presencia, —aseguró José con calma, como si la relación entre los exploradores y las misteriosas criaturas de la cueva fuera un hecho cotidiano.
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Bajó la cabeza y continuó ayudando a su hijo Juan a desenredar las cuerdas y poleas con las que descenderíamos. Su experiencia profunda en el terreno y su habilidad innata para maniobrar entre las complejidades de la cueva nos infundieron tranquilidad.
—¿Son muchos pájaros que habitan allí?, —preguntó intrigada Karol Franco, ante el asombro de todo el grupo de expedicionarios.
—Sí, en las tres cuevas que conozco desde niño, habitan miles de ellos. Pero no se preocupen, son aves ciegas e inofensivas, —explicó José, compartiendo su conocimiento sobre los habitantes alados de la cueva.
El Oriente ecuatoriano tiene miles de leyendas que hablan sobre lugares donde el tiempo y el espacio se adhieren en un misterioso abrazo. Se narran cuentos de seres místicos que custodian tesoros olvidados y de pasajes secretos que unen nuestro mundo con reinos ocultos. Las historias, transmitidas de generación en generación, crean una expectativa de maravilla y enigma, pintando la selva como un escenario donde la realidad y la fantasía caminan en armonía, creando un aura fantástica que envuelve al Oriente ecuatoriano en una cobija de asombro y misterio.
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Se organizó una reunión con el propósito de brindarnos las últimas instrucciones, entregar provisiones y distribuir comida seca, los cascos, luces y trajes impermeables reflectantes. Mientras un grupo de colonos establecía un campamento para la cocina, otro se dedicaba a preparar los equipos necesarios para nuestro descenso en rappel. Cada uno desempeñaba su papel para garantizar una expedición segura hacia las profundidades de la Cueva de los Tayos.
El grupo se ocupó de asegurar las cuerdas a los troncos robustos de los árboles. Estas cuerdas, meticulosamente atadas, servirían como medio para descender, utilizando arneses conectados a través de un sistema de poleas y frenado. De esta manera, nos desplazaríamos en forma vertical con total seguridad, confiando en la resistencia de las cuerdas y la precisión de los equipos.
La bióloga Hellen Smith, a quien se la notaba temerosa, preguntó:
¿Cómo descubrieron está cueva en este lugar tan lejano e inhóspito?
El hijo de nuestro guía José Tiwuaram Juan, con buen carácter nos dijo:
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—Según la transmisión de la leyenda Shuar sobre el descubrimiento de esta cueva, se remonta a un incidente de adulterio, —sonriente, intercambió miradas pícaras con una señora habitante del sector; solo Victoria Pizarro y yo nos dimos cuenta de ese gesto.
El joven continuó, —Una mujer fue descubierta en adulterio y condenada a muerte; logró escapar y se adentró en la cordillera, donde descubrió estas cuevas; al regresar a su comunidad, compartió sus hallazgos y fue perdonada como una forma de redención y perdón.
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CAPITULO TRES
El sol, tímidamente presente en la mañana, empezaba a ceder su lugar mientras las nubes preñadas de lluvia, nuevamente se acercaban, desencadenando una suave pero persistente llovizna. El descenso del grupo se extendió a lo largo de tres horas y media, pero la particularidad ocurrió cuando la doctora Gisella Gómez, desoyendo las indicaciones del instructor, soltó la cuerda de su mano derecha.
El deslizarse velozmente una soga sin motivo, alertó a los guías, quienes la detuvieron en seco. Un grito agónico y penetrante de la ecóloga, cargado de presagios fatídicos, se fundió con el quejido de los pájaros que revoloteaban en el interior de la cueva, generando una confusión inquietante que se escuchó hasta los confines más lejanos de la Amazonía, perturbando su equilibrio natural y sembrando una sombra de inquietud entre quienes lo escuchamos.
En un instante, quedó suspendida de las cuerdas cabeza abajo; el grupo de ayuda corrió a socorrerla al instante y comenzaron a bajarla con extrema cautela. Sin embargo, aquel tiempo se
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convirtió en un verdadero tormento para ella: casi diez minutos transcurrieron para completar su descenso. La cuerda giraba, volteando su frágil cuerpo, haciéndola chocar de manera implacable contra las paredes afiladas y húmedas de la cueva, convirtiendo su descenso en un doloroso rito.
Yo era el número sexto en la fila para descender, una mezcla abrumadora de emoción y temor se apoderó de mí al contemplar una vez más la profundidad. Sesenta y tres metros se desplegaban bajo mis pies, llevaba el peso de dos mochilas pesadas con equipo sumamente frágil. Aunque habíamos practicado este procedimiento en el campamento, ahora, mi vida estaba en juego; mi existencia se aferraba a dos cuerdas atadas a una antigua polea.
Descendiendo la garganta de la cueva a rappel, aflojando la cuerda poco a poco, observaba cómo de la boca de la caverna conocida como “La chimenea”, caían sobre mí agua dispersa de la lluvia y tierra. La luz del día disminuía gradualmente, reduciéndose en tamaño; solo veía ante mis ojos un paisaje surrealista, formaciones rocosas y cristalinas estaban impregnadas en la
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pared, así como la flora que habita ahí, grandes cucarachas y gusanos, están adheridas en la pared.
Las raíces de los árboles, estaban amarradas a las rocas como tentáculos de pulpo, desesperadas buscaban la manera de aferrarse a lo más profundo; ahí recordé el final del poema de Francisco Luis Bernárdez:
“Porque después de todo he comprendido,
Que lo que el árbol tiene de florido,
Vive de lo que tiene sepultado”.
El tiempo transcurría lentamente; mientras descendía, las tinieblas de la cueva comenzaban a abrazarme; hasta que divisé que algo amenazante se me acercaba. Al verlo, el miedo se apoderó de mí, hasta que comprendí: era un gigantesco Tayo, explorando su territorio.
A los seis minutos había llegado a la superficie de aquel pozo. Una mano toco mi espalda, agarró la cuerda y dijo:
—Tranquilo, ya llegó señor, bienvenido, —era uno de los colonos y guías que estaban abajo para ayudarnos en la oscuridad listos a detener la cuerda en caso de emergencia. Mientras me
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ayudaba a quitarme el equipo, me di cuenta que son guías turísticos al decirme un discurso que lo tienen preparado:
—No se asuste amigo, el Tayo, es un ave mitológica, del tamaño de una paloma, vive solo en estas cuevas a lo largo de Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela; es noctambulo, de ojos azules, despliega su plumaje resplandeciente en tonos iridiscentes. Sus alas son una sinfonía de colores, llevan impregnadas la magia y el misterio de la selva, simbolizando libertad y resiliencia en su vuelo.
Quedé asombrado al intentar ver el interior; todo era oscuridad, solo iluminado por el agonizante haz de luz proveniente de la entrada de la caverna y pequeñas gotas de agua que caían. El suelo estaba húmedo, cubierto de un fango chicloso, pegajoso como la brea; el aire, pesado y denso, resultaba apestoso y fétido.
El guía me detalló que aquel distintivo olor emanaba del guano, específicamente del excremento de los Tayos. Según su explicación, este guano se iba acumulando gradualmente con el transcurso de los días, formando capas que se consolidaban a lo largo de años y décadas.
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Con el tiempo, esta acumulación daba lugar a una penetrante fragancia que impregnaba el ambiente en la entrada del lugar.
Aparte del excremento, el piso de la cueva estaba cubierto de plumas, huesos de pájaros, ramas secas, cáscaras de huevos y pequeñas plantas de palma de unos cincuenta centímetros de altura, formando un gran semillero. Estas plantas crecen aquí porque los Tayos traen semillas de palma para alimentar a sus crías, y algunas de estas almendras caen de sus picos a la superficie.
Esto revelaba, sin duda alguna, la asombrosa capacidad de la vida para florecer en los lugares más inesperados. Bajo esta capa de guano, miles de cucarachas vivían y se reproducían, aprovechando el ambiente propicio creado por la constante presencia de los Tayos en la cueva.
Un coordinador de avanzada me ayudó a encender la luz de mi casco y me condujo a un lugar seco, donde se encontraba el personal que ya había descendido. Este espacio marcaba la primera estación; aquí dejaríamos atrás el equipo pesado y solo cargaríamos lo esencial para llevar a cabo los estudios. El interior de la cueva presentaba áreas intrincadas, difíciles de transitar
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con equipo voluminoso. La luz de los cascos parpadeaba, revelando una red de pasillos rocosos y cavidades en las que nos aventuraríamos con precaución.
Entramos a un gran espacio de unos diez metros de ancho por cinco metros de altura. La luz de nuestros cascos libraba una feroz batalla contra las tinieblas circundantes, apenas logrando entrever destellos intermitentes del agua que fluía de un pequeño arroyo subterráneo.
Este río, de corriente veloz y tumultuosa, emitía un murmullo constante, que no solo transportaba agua, sino también historias en su corriente, emanando enigmas y secretos que se entrelazaban con la tenebrosa oscuridad de la cueva.
La flora se aferraba a la vida en este entorno oscuro y enigmático, irradiaba una belleza silenciosa en medio de la penumbra; yo, estaba verdaderamente cautivado; veía escenas verdaderamente impresionantes, …pero, cogí la cámara y retrocedí hacia el haz de luz para grabar el temerario descenso del resto del grupo.
Cuando nos reunimos todos, José nuestro guía, nos dijo:
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—Como ya discutimos previamente, el primer grupo se quedará aquí con los equipos pesados. El grupo dos permanecerá en el sitio de camping, y solo avanzaremos el grupo de nueve personas. Mi hijo Juan estará disponible para prestar ayuda cuando sea necesario.
Ante nuestro asombro, las bandadas de Tayos, junto a cientos de inquietos murciélagos volaban en una frenética armonía sobre nuestras cabezas. Sus alocados vuelos, eran un ballet tenebroso, un baile macabro en las tinieblas que parecía desafiar la lógica. Cuando la luz de los cascos sorprendía a los Tayos, aquellos pájaros, por quienes estas cuevas llevan su nombre, se paralizaban, se convertían en verdaderas estatuas vivientes; solo sus ojos fosforescentes destellaban en este abismo.
Inesperadamente, de entre el revolotear de los pájaros, surgió un aullido verdaderamente terrorífico que hizo estremecer hasta al más valiente del grupo. Un gemido siniestro emergió de las penumbras, cortando el aire, dejándonos la sangre helada de temor. Era un tipo de rugido o lamento animal, áspero y perturbador, como si un jaguar herido o enojado estuviera al acecho en las sombras.
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Nos miramos intrigados con las luces de los cascos; nuestros corazones parecieron detenerse por un instante. Sin embargo, fue José quien nos aseguró con calma, logrando disipar la ansiedad que se había apoderado de nosotros. Expresó con firmeza:
—No se preocupen, ese es el sonido que se escuchó arriba, ya se acostumbrarán; esos son los Tayos. Aquí adentro se escuchan mucho más fuerte, porque el sonido emitido golpea las sólidas paredes y hace eco —cogió dos piedras del piso y las golpeó entre sí, resonando con una fuerte acústica—. Este sonido lo escucharán hasta un kilómetro de aquí.
No olvidemos que estamos entrando a sus territorios —concluyó, transmitiendo calma con sus palabras y demostrando una familiaridad serena con aquel entorno subterráneo.
Con cada paso, la penumbra se apoderaba más de mis sentidos, y el aire adquiría una textura densa y maloliente por el excremento que pisábamos. El mal olor se expandía, creando una atmósfera repulsiva pero también enigmática. La luz artificial de nuestros cascos nos guiaba,
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pintando cuadros de destellos e interminables y alargadas sombras en las formaciones rocosas que se extendían ante nosotros.
Tuvimos que descender con cautela por una grieta de unos diez metros. Aquí, los guías habían colocado una escalera endeble que desafiaba las leyes de la realidad. Cada peldaño se quejaba dolorosamente bajo nuestras pisadas. A pesar de su fragilidad, nos sirvió de puente para adentrarnos más en este abismo de misterio. Era un viaje hacia lo desconocido, donde un mundo nuevo y cautivante se abría ante nosotros.
Las paredes, testigos mudos de la eternidad, tenían tatuadas historias que hablan de tiempos inmemoriales; macizos que poseen cortes rectos, pulidos artísticamente con sendas marcas de diversos tonos que se proyectan desde el rojo oscuro al amarillo dorado a través de imperceptibles degradaciones que parecían narrar la historia de este reino subterráneo.
Entramos de pie a un laberinto tallado en la roca viva y salimos a gatas. Era dificultoso para los colonos transportar una pequeña planta de luz sorteando grandes, filosas y peligrosas piedras,
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porque el piso tiene profundos desniveles o vestigios de derrumbes o como introdujeron aquellos tesoros que se dicen que aquí reposan.
Estos tesoros atrajeron la atención del escritor suizo Erich von Däniken. Después de ponerse en contacto con Juan Moricz, viajó a Ecuador, donde Moricz lo presentó al padre Carlos Crispí. Von Däniken quedó asombrado al ver el material del museo que guardaba más de cincuenta mil piezas.
Tras escuchar las historias, solicitar fotografías y utilizar este material, publicó su exitoso libro “El oro de los dioses”. Sin embargo, muchos consideran la obra como una fantasía, ya que afirma haber descendido a la cueva de los Tayos y presenciado la biblioteca de oro. Este libro generó ganancias sustanciales, superando los cinco millones de dólares, lo que Moricz consideró como desleal.
La complicada travesía continuó entre estructuras alucinantes y paredes realmente curiosas. Las formaciones rocosas invitaban a especular sobre la posibilidad de que, en algún momento del pasado, este lugar albergara una ciudad subterránea. Cada detalle del entorno sugería una historia olvidada.
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Un angosto y largo corredor nos condujo hacia el legendario arco que lo bautizaron como el Arco de Móricz; ante nuestros ojos apareció un gigantesco dintel que desafiaba toda lógica, tenía sus ángulos perfectamente rectos y un acabado arquitectónico singular. Tres descomunales piedras graníticas horizontales que sostenían y distribuían meticulosamente cientos de toneladas, asombrando por su capacidad de soporte y equilibrio.
Este dintel, con sus dimensiones de casí trece metros de ancho, se erige como uno de los más asombrosos vestigios de la sabiduría oculta y olvidada en este mundo subterráneo. Sus formas simétricas y acabado liso en ambos lados, con gigantescas piedras cuidadosamente dispuestas una sobre otra, inspiran un asombro que despierta la imaginación hacia la posibilidad de una presencia inteligente más allá de lo que conocemos.
—Este Arco, que lleva el nombre en honor al húngaro-argentino Juan Móricz y descubridor de estas cuevas, es verdaderamente asombroso —explicó Ramón Ruiz al grupo—. A pesar de su
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forma y ángulos, los expertos han declarado que su origen se debe a la erosión natural del agua. Pero esto me lleva a preguntarme:
“¿Acaso el agua, como un hábil cantero escultor, cortó, talló, esculpió y pulió cientos de piedras, creando los ocho ángulos rectos de las rocas y sobrepuso una piedra sobre otra con tal precisión?”
En este impresionante sistema de túneles y galerías, cuyos acabados singulares encantan la imaginación de todos los exploradores que se aventuran en sus fauces, nos vimos obligados a avanzar agachados y reptar por lugares donde parecía haber ocurrido derrumbes.
Nos adentramos en estrechos e intrincados conductos que se desplegaban como un laberinto de apenas un metro de altura, donde el suelo estaba abarrotado de grandes piedras, como si fueran vestigios de deslaves violentos que arrazaron y marcaron su historia.
Emergimos de un túnel, apoyándonos mutuamente con los brazos, y llegamos a un lugar donde el macizo se abría como una gran herida. Allí, los Tayos habían establecido otra colonia o comunidad significativa. Observamos la luz del
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día y los vimos volar nerviosos sobre nosotros hasta que finalmente llegamos a otro espacio inmenso, conocido como ‘La Catedral’.
Esta colosal galería debía tener unos veinte metros de ancho, pero la altura era imposible de precisar. Decidimos pernoctar allí, convirtiendo este lugar en el campamento base para abastecimiento. Cerca de nosotros, un riachuelo serpenteaba entre las rocas, su fuerte caudal llenaba el espacio con fuerza. En nuestra fascinación, habíamos olvidado incluso almorzar; cuando finalmente revisamos la hora, eran las cinco y cuarenta y cinco de la tarde.
Montamos nuestras carpas y nos preparamos para continuar la exploración al día siguiente; la temperatura se mantenía constante, oscilando entre los 23 y 26 grados centígrados.
Nuestro equipo de campamento era sencillo pero eficiente: una carpa de aluminio y vinilo, cuidadosamente sellada con mosquiteros, nos protegía de posibles encuentros con animales rasantes. Además, teníamos un colchón inflable alimentado por batería y una ligera manta de viaje. En este paraje tan inhóspito, no había razón para preocuparnos ni por el frío ni por visitas inesperadas.
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Después de sumergirnos en las aguas refrescantes de una pequeña cascada, nos reunimos alrededor de una fogata, compartiendo relatos mientras el canto y revoloteo de los pájaros Tayos se desvanecía en la lejanía. El aire que respirábamos en este rincón era excepcionalmente puro, como si cada en cada respiración nos infundiera renovación para nuestros espíritus cansados.
La flora subterránea, delicada y exótica, caminaba y se aferraba a las fisuras y grietas del suelo o a las paredes, desplegando su belleza en tonalidades pálidas y en formas caprichosas. Musgos y hongos luminosos adornaban los rincones, algunos emanaban una suave luz verdosa que parecía bailar en la penumbra; más allá de ser un simple fenómeno biológico, irradiaban una sensación de paz y serenidad.
Me aproximé a la bióloga Smith, quien con mucho temor quería medir una araña de unos treinta centímetros; esta, tenía cabeza de martillo y patas verdaderamente aterradoras. En ese mundo también pasaban frente a nosotros cucarachas blancas, escorpiones rosados y tarántulas desprovistas de pigmentación debido
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a la ausencia de luz solar. Cada una de estas criaturas, con su apariencia extraña y su aura de misterio, parecía provenir de otro planeta.
—Las características biológicas de las cuevas de aquí en Sudamérica, todas tienen el mismo ambiente, —declaraba, dirigiéndose a la cámara mientras mostraba la tenebrosa araña—. Aquí la luz es escasa o nula y la temperatura se mantiene constante, sin grandes cambios a lo largo de los años. Este clima propicia el desarrollo de una fauna que adquiere rasgos físicos únicos, conformando una fisonomía singular en los seres que aquí habitan, conocidos como la ‘fauna genuina, —dijo mientras soltaba la araña y tomaba un ciempiés—, además, esta cueva sirve como refugio para cientos de criaturas, alberga a especies de animales y reptiles que encuentran en este entorno un lugar especial para habitar.
Ese relato es ideal, como soporte para el documental, usando las imágenes de ratas, gusanos, ranas, que cohabitan aquí, los insectos voladores de patas largas, y las luciérnagas que juegan temerosas en la oscuridad.
Además, la doctora Smith estaba contenta porque pudo atrapar un pez blanco, único, que no tenía ojos, pero si seis largos bigotes, esenciales
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para su percepción sensorial, que les ayuda a orientarse en su entorno, evaluar espacios, y ayudan al pez a detectar cambios en su entorno. Sirven como sensores táctiles que detectan la posición y el movimiento de objetos cercanos, permitiéndoles navegar y moverse con facilidad, en la oscuridad.
El arqueólogo Ramón Ruíz, se me acercó y me compartió:
—¿Te has detenido a contemplar la maravilla que se despliega dentro de esas cuevas? Es como adentrarse en un mundo paralelo, rebosante de vida en cada rincón, —señalando una cantera, continuó—, es sorprendente observar cómo el agua ha moldeado las piedras, dejando en ellas formas redondeadas, mientras existen monolitos con cortes geométricos perfectos, de más de seis metros de altura, sin mostrar rastros de haberse desprendido de otro lugar. Pareciera que fueron tallados por manos humanas. Por supuesto, debemos considerar la influencia de la erosión a lo largo del tiempo, pero, aun así, persiste el misterio de su origen y razón de estar aquí.
Con mucha inquietud, le lancé la pregunta:
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—¿Qué impresión te ha dejado este recorrido hasta ahora? ¿Crees que hay intervención humana en todo esto?
Él respondió, sumergido en sus pensamientos:
—Aunque no he realizado un análisis detallado, parece que esta cueva es una formación natural y no excavada por mano humana. Sin embargo, esta pared gigantesca y lisa podría ser más que una simple casualidad natural —se acercó, pasando suavemente la mano sobre la superficie que parecía pulida con discos y máquinas desconocidas—. Aquí, sí parece haber indicios de intervención humana; han modificado esta pared para que luzca tan lisa como está ahora. Pero, a pesar de esto, la estructura de piedra es bastante primitiva y la lenta erosión, la ausencia de luz y de viento, da la impresión de que alguna presencia humana pulió este portal en un distante Paleolítico Medio.
El master Valero salió de su carpa y al ver a todo el equipo intercambiando opiniones, nos llamó la atención:
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—Señores, ha sido un día agotador y veo que aún están encantados por el misterio de esta cueva. ¡Es hora de descansar! Ya son las diez y cuarenta y cinco, mañana a las seis y media debemos partir”, —dijo con firmeza.
Todos nos sentimos avergonzados y bajamos la cabeza, dirigiéndonos a nuestras carpas respectivas. De repente, un grito retumbó en las paredes rocosas:
—¡Apaguen la fogata ya!
Uno de los guías se levantó apresuradamente para atender el llamado y, de repente, la oscuridad total invadió el lugar.
No pude cerrar los ojos; los dejé abiertos, permitiendo que mi mente divagara por estos senderos en el pasado, imaginando a aquellas personas que alguna vez recorrieron estos pasadizos sin la tecnología que hoy nos guía. Los imaginé caminando con antorchas, tallando las rocas de granito con esmero y dedicación, moldeando cada superficie con sus manos. Mis pensamientos se sumergieron tan profundamente en esta escena que, sin darme cuenta, quedé
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envuelto en un profundo sueño en la oscuridad, quizás llevado por la imaginación de los recuerdos que habitan estos lugares ancestrales.
De pronto, se escuchó una fuerte en la penumbra:
—Señores, buenos días. —me sobresalté y salí de la carpa de un salto. Luces rojas de brillo suave iluminaban el lugar, casi cegando nuestros ojos.
—Salimos en media hora, prepárense, —añadió la voz misteriosa.
Nos preparamos mientras desayunábamos en este lugar desconocido, sintiendo una atmósfera impregnada de misterio y anticipación para el inicio de la exploración.
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CAPITULO CUATRO
Siguiendo al guía José, ya, para iniciar solos nuestra exploración, caminamos por la galería. A medida que avanzábamos, noté una transformación en el aspecto de las paredes: formas misteriosas parecían sobresalir de las entrañas de la tierra.
Los dinteles caídos obstaculizaban nuestro avance, como si quisieran detenernos y que no descubramos sus secretos. La cueva era un verdadero laberinto oscuro de pasadizos y cámaras subterráneas, cada una con dimensiones cambiantes que se conectaban entre sí.
La espeleóloga Edith Leroy en puntos estratégicos colocaba a cierta distancia luces led en la pared por donde recorríamos, trazando un sendero luminoso para guiarnos en nuestro retorno. Ella describía este efecto como el encantamiento de “Hansel y Gretel”, donde las luces serían nuestra guía en el laberinto de la oscuridad.
El techo, imponente y sólido, se extendía como una masa continua de roca, sin grietas ni fisuras, mostrando una superficie completamente lisa que desafiaba cualquier expectativa.
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El sonido del silencio, que antes nos envolvía, poco a poco se alejaba mientras avanzábamos hacia un área donde el suelo adquiría un tono oscuro y misterioso. Hans Zimmermann, intrigado por la curiosidad, dejó caer su guante al suelo, descubriendo una sustancia húmeda y viscosa al tocarla con sus dedos.
—Das ist natürliches Erdöl.
Todos lo quedamos mirando intrigados. El alemán, al darse cuenta que no entendíamos, con una imprevista sonrisa dijo:
—Perdón, perdón, disculpen, lo olvide; “esto es petróleo natural”, —y enseguida añadió—, “crudo”, como dicen ustedes.
Karol Franco, al escuchar eso, le salió el espíritu ambientalista y manifestó.
—Esperemos que la noticia de la existencia de petróleo aquí no despierte el interés del Estado ecuatoriano por explotarlo. Porque las autoridades, siempre priorizan sus intereses sin considerar la destrucción de estructuras antiguas, tanto naturales o creadas por la mano del hombre —comentó, con un dejo de preocupación por el destino de este lugar.
El master Valero, añadió:
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—Quizás desconozcan, al ser extranjeros, pero en esta cordillera ocurrió una guerra con Perú en el año 1995 —aclaró—, en las sombras de aquella disputa se especulaba sobre el propósito de apoderarse de la cordillera, donde se murmuraba que la tierra ocultaba riquezas minerales invaluables. Entre esos rumores, también se especulaba la leyenda del sacerdote italiano Crispí, residente en la ciudad de Cuenca, quien poseía una variada cantidad de láminas de oro provenientes de las cuevas de la región.
La historia se entrelaza aquí, entre la codicia humana y los tesoros que yacen ocultos en estas cuevas que hablan de un pasado misterioso y enigmático.
Todos estábamos cautivados al escuchar el relato, hasta que José argumentó:
—En aquel tiempo de guerra, el cielo vibraba con el zumbido de helicópteros y aviones que surcaban los cielos sobre mi casa. Cientos de militares dejaron su huella, sembrando miles de minas explosivas en la tierra. La guerra concluyó, pero su legado quedó enterrado, literalmente. Vecinos inocentes, niños, madres, agricultores del sector, pagaron el precio con sus vidas o quedaron inválidos a causa de esas minas mortales.
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—¿Así que los militares se marcharon, permitiendo que las bombas siguieran cobrando vidas ecuatorianas del sector?, —preguntó la antropóloga Pizarro, con su mirada llena de inquisitiva curiosidad.
—Sí, prácticamente sí, —respondió con pesar—. Muchas personas murieron, y se rumoreaba que el gobierno recaudaba impuestos, pero ese dinero nunca se destinó a desactivar las minas; —golpeando sus botas contra la superficie de petróleo, continuó, —si tuvieron personal para colocarlas, ¿por qué no las desactivaron después, con ese mismo personal? ¿Qué hacen los militares en los cuarteles? Seguramente se repartirán medallas cada año, presumiendo que combatíeron, cuando en la realidad estuvieron ‘durmiendo’ en tiempos de guerra.
—Veee, y, ¿Y, dime, ché, qué país salió victorioso de esa guerra?” —preguntó Gisella Gómez, su rostro reflejaba una curiosidad palpable.
Nuevamente todas las luces de las linternas alumbraron a Valero, quién con una sonrisa irónica, manifestó:
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—El gobierno ecuatoriano proclamó la victoria con un estruendoso clamor que retumbó hasta en las más lejanas montañas. El pueblo, embriagado por la efímera victoria, se sumió en un festejo tumultuoso. Pero, al otro lado de la frontera, los peruanos manifestaban una narrativa distinta, afirmando que la victoria les pertenecía. Como evidencia, mostraron el vergonzoso traspaso de más de 240.000 kilómetros cuadrados, una cesión de los ecuatorianos que aún hoy flota en el aire como un enigma sin resolver.
Y para no evocar viejas amarguras, expresó:
—Mejor avancemos para no tener coraje, —ordenó el master y todos continuamos.
Aquí han venido muchas expediciones, pero, la más grande, fue la organizada en 1976 por Stanley Hall, un teórico extraterrestre irlandés, atraído por el libro de Daniken, tuvo el apoyo del gobierno británico y de la junta militar ecuatoriana; esta vez el equipo de aventureros arqueólogos y espeleólogos tendrían entre sus integrantes nada más y nada menos que al primer hombre en pisar la superficie lunar Neil Amstrong. Se dijo que, en esta incursión, los británicos, sacaron siete grandes baúles, con elentos arqueologicos.
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Entre estrechas y angostas brechas de erosión, surcábamos las tinieblas por caminos formados por el desgaste del suelo, marcados por el paso de torrentes de agua subterránea.
Hoy, sobre aquella zanja granítica, fluía un escuálido riachuelo serpenteante que se deslizaba suavemente hacia una caída insondable. Desde tres metros de altura, el agua caía en un barranco transformado en un pequeño abismo, desafiándonos a sortearlo en medio de la oscuridad.
Al recorrer las paredes con sus manos, la bióloga Hellen Smith, se dio cuenta que estás tenían impregnadas, restos de caracoles fosilizados.
—Ayúdeme grabando aquí, por favor, —me dijo señalando la pared.
—¿Dónde?, —pregunté.
—Aquí que hay huellas de fucos y licopodios.
En realidad, yo no sabía de qué se trataba, pero intentaba enfocar el lente de la cámara donde ella señalaba con interés.
—Estas son algas marinas que suelen habitar en aguas frías y se encuentran en las regiones costeras.
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—Y si estas algas, caracoles y fucos habitan en zonas costeras, ¿Cómo llegaron aquí?, —pregunté intrigado.
—¡Es interesante tu pregunta!, me dijo; hay que recordar que todos los animales que habitan aquí, provienen de la superficie y aquí por la falta de luz, evolucionan de acuerdo a su hábitat. Los cambios geológicos a lo largo del tiempo podrían haber movido estas regiones costeras más cerca de la serranía, o quizás en el pasado, estas áreas estuvieron sumergidas bajo el agua, lo que explicaría la presencia de estos vestigios marinos en un lugar aparentemente distante de la costa en la actualidad.
Entre grandes piedras que parecían transformarse ante nosotros, nos aventuramos, agachándonos para adentrarnos en un reino donde lo remoto adquiría vida propia. Emergió ante nuestras pobres luces un lugar fantástico, donde estalactitas y estalagmitas se alzaban como corales encantados, manifestando una ilusión natural, creada gota a gota.
Este descomunal santuario, donde cientos de rocas colgantes y ascendentes se erigían como monumentos a la paciencia de la naturaleza a lo largo de millones de años. Alcanzaban alturas de
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más de dos metros y medio, como testigos del tiempo inmutable; entre ellas estaba la roca que alguna vez acarició la mano de Neil Armstrong en 1976, una imagen que, en un tiempo sin redes sociales, dio la vuelta al mundo.
La espeleóloga Edith Leroy, se acercó exaltada, tomó mi mano y me dijo:
—Es imprescindible que documentes todo en esta sección”, ordenó con seriedad, señalando hacia la oscura maravilla subterránea. “Aquí yacen ocultas las formaciones espeleológicas, testigos de milenios reposados, de historias perdidas; un verdadero y fascinante secreto de la Tierra.”
Ella, emocionada, se agachó; la alegría se reflejaba en su joven rostro. De su mochila extrajo una espátula, un cepillo y un recipiente, con los cuales acarició con cuidado las formaciones pétreas, desprendiendo delicadamente capas del pasado. Repitió este ritual varias veces, mientras yo, absorto, la grababa, capturando la danza entre la ciencia.
—Oye, Pablo, ¿tú crees en Dios? —me preguntó, pillándome por sorpresa. La doctora Edith me miraba con seriedad, como desafiándome.
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—Bueno, nací en un hogar donde mis padres se decían “cristianos”, pero mi esencia no sigue exactamente el camino de lo religioso. No me arrodillo ante dogmas. Respeto las creencias de los demás, aunque no confío en la benevolencia de las iglesias
—¿Y en qué crees entonces?
—En mi opinión personal, lo que está escrito en la biblia son antiguas fábulas, leyendas e historias asiáticas, difundidas por personas con poder para mantener sometida a una población. En realidad, no creo en Dios, —manifesté.
—¿Te molestan mis preguntas? —preguntó.
—No, es solo que hablar de estos temas aquí en Ecuador, manifestar que uno es ateo y ser sincero, te hace merecedor de títulos como diablo, hereje, mala gente y demás.
—¿Es la gente muy religiosa aquí?
—Solo cuando les conviene. Muchos que se dicen se cristianos, ni siquiera han leído la biblia, confunden textos del antiguo con el nuevo testamento y desconocen hasta cuántos libros contiene, entre otras cosas.
—Leí que Ecuador es un país católico. —dijo.
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—Sí, pero es por tradición que por convicción religiosa.
Al enfrentarse a unas imponentes formaciones rocosas, el reservado geólogo Hans Zimmermann no solo experimentó sorpresa, sino que quedó envuelto en un trance hipnótico. Sus palabras se volvieron entrecortadas, en parte debido a su fascinación y en parte a la influencia de su dialecto.
—¡Qué honor estar aquí! En este mismo lugar, Neil Armstrong estuvo parado y tocó esta milenaria estalagmita —exclamó emocionado, golpeando con reverencia la estructura. —Neil fue el primer ser humano en pisar la superficie lunar el 20 de julio de 1969, pronunciando la célebre frase: “Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”.
En 1976, la expedición del escosés Stanley Hall fue la más grande registrada hasta la fecha hacia las cuevas, financiada por el gobierno británico y respaldada por la junta militar ecuatoriana. El equipo, compuesto por aventureros, arqueólogos y espeleólogos, incluyó al primer hombre en pisar la superficie lunar, Neil Armstrong. Más de 100 personas, entre ingleses y ecuatorianos, dirigidas por Hall, exploraron la cueva, transportando 45
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toneladas de equipo a la selva virgen con 10 vehículos, 3 aviones, una avioneta y 2 helicópteros de las fuerzas armadas ecuatorianas.
La expedición fue especialmente mediática debido a la participación del astronauta Armstrong. La prensa preguntó a Armstrong sobre su experiencia, comparándola con la exploración lunar. Armstrong respondió: “Es difícil comparar, ya que en ambos casos se siente la emoción de adentrarse en zonas desconocidas y aprender nuevas cosas”. Juan Móricz fue invitado, pero se negó debido a desacuerdos con los términos de su participación. Principio del formularioFinal del formulario
Todos anhelábamos conservar un recuerdo especial junto a la estalagmita emblemática. Imitando los gestos del astronauta, reproducíamos la postura ritual: mano derecha extendida, pierna derecha elevada, leve flexión en la izquierda y el mentón en alto. Con cada destello del flash, la cueva desvelaba su grandeza incomprensible. Mientras tomaba fotos del grupo, algo extraordinario sucedió: la estalagmita parecía cobrar vida, emanando destellos propios, como si cada imagen capturara un instante prodigioso y único.
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Al adentrarnos nuevamente al interminable laberinto, los rayos de nuestras luces nos hacían descubrir una inmensa galería de mármoles que revestían las paredes, tenían un caprichoso color gris ágata con vetas blancas y otros de color encarnado o de un amarillo manchado de placas rojas; más adelante, estaban dispersas sendas piedras de gratito en forma rectangular. Este lugar era llamado El Anfiteatro.
Mas parecía una cantera en proceso o como si hubiese existido el propósito firme de erigir algo significativo, quizás un templo o algo sagrado; pero había sido abandonado en el proceso: quizás fuerzas inexplicables detuvieron la labor, dejando el lugar en un abandono inexplicable.
El master Valero, previno al grupo:
— Por favor, avancen con extremo cuidado. La caminata en este lugar puede ser sumamente peligrosa. Si llegan a pisar de manera incorrecta una piedra y se lesionan el pie, evacuar al herido sería una tarea complicada.
Llegamos a otra chimenea en la cueva, otra entrada similar a la que habíamos descendido inicialmente. El reloj marcaba las cinco de la tarde, y la luz natural se fundía de manera prodigiosa
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con la oscuridad, como si el sol dibujara destellos dorados en su descenso. Mientras avanzábamos, los Tayos danzaban en torno a nosotros, como si percibieran nuestra llegada. Los rayos de luz, al caer, parecían una cascada de destellos.
Nos topamos con algo parecido a un escenario romano, eran largas escaleras de piedra que daban la impresión de haber sido talladas para un coliseo. Las piedras estaban sobrepuestas una sobre otra, con peldaños de unos sesenta centímetros de altura. Sin embargo, la realidad era que estas formas caprichosas eran el resultado del paciente trabajo del agua, que las acarició permanentemente a lo largo de los siglos, dándoles esos ángulos perfectos, a lo que llamamos peldaños.
Esta gruta o recamara tenía unos veinte metros de altura, las piedras del piso habían sido arrasadas por algún descomunal torrente de agua subterránea. El macizo terrestre, cediendo a algún capricho de la naturaleza, se había dislocado, dejando este gran espacio vacío que muy pocas veces había sido estudiado.
En medio de la cueva, el silencio era abrumador, pero no total. De manera intermitente, nuestro equipo captaba llamados lejanos, risas que se
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percibían en la distancia o el eco de pasos que se desvanecían en la vastedad del espacio subterráneo.
Los golpes del agua contra las piedras se asemejaban a una sinfonía de gritos y sollozos, con tonos que parecían imitar voces humanas. Eran llamados distantes que, en la oscuridad de la cueva, no parecían simplemente ser ecos, sino más bien clamores de una presencia humana. En un instante, la doctora Gisella Gómez, cautivada por esas modulaciones, creyó distinguir la voz de su hermana fallecida algunos años atrás; un anhelo repentino la envolvió, como si el tiempo se desdibujara, y sintió la tentación de separarse del grupo y correr hacia aquella voz que se dejaba oír en las tinieblas.
Ramón Ruíz decidió reorganizar la fila, situando a Karol Franco en tercer lugar, con la esperanza de que así perdiera ese misterioso encanto que la rodeaba.
El master Valero expresaba su decepción, ya que nos habíamos internado casi seis kilómetros sin encontrar rastro alguno de las ansiadas tablas metálicas. En el cuarto día de nuestra expedición, alcanzamos una vasta excavación. Era evidente que la mano del hombre no habría podido perforar
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aquel espacio subterráneo, pero al mismo tiempo, se podía observar que las bóvedas estaban apuntaladas, sosteniéndose únicamente gracias al milagro del equilibrio.
Mientras avanzábamos, me di cuenta de que era el único de los ocho, excluyendo a nuestro guía José, que simplemente se dedicaba a admirar la belleza de este mundo misterioso sin comprender la parte científica que los demás dominaban. Aunque ya me había acostumbrado a las impenetrables tinieblas, mi piel captó la sensación de que la galería estaba bloqueada frente a nosotros por un muro formado por grandes piedras apiladas.
Nuestro hábil guía, José, se acercó al master Valero, y mientras todas las luces lo iluminaban directamente en el rostro, le dijo:
— Doctor, hasta este punto he llegado, aquí han terminado todas las expediciones que han decidido contar con mis servicios como guía.
La espeleóloga Edith Leroy estaba hablando sola en voz alta en francés, cuando sintió que los brillos de todas las luces de nuestros cascos se dirigían hacia ella, reaccionó y cambió al español:
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—Master, permítame inspeccionar para ver si puedo encontrar una salida.
José, con asombro y un notable deseo de regresar, pronunció:
—Señorita, comprenda, aquí no hay paso, ni a la derecha ni a la izquierda, ni arriba ni abajo. No existe ningún pasaje; esto es un callejón sin salida. Lo único que nos queda es retroceder, hasta aquí avanzan todas las expediciones.
La valiente europea examinó cuidadosamente un dintel y un montón de escombros. Subió entre las piedras y empezó a explorar en busca de aberturas, retirando piedras, mientras el resto del grupo se sentaba a comer y descansar. Apagamos las linternas, sumiéndonos nuevamente en la oscuridad. Después de una hora y media, escuchamos un grito de la intrépida Edith:
—J’ai réussi, “lo logré”, adelante la Cueva continua, ¡vengan!
—Señores, este será nuestro último trayecto, solo miremos y regresamos —exclamó el master y todos nos pusimos de pie. —Vamos, arriba.
El geólogo Hans Zimmermann, con un tono de preocupación, se levantó despacio y dijo:
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—Doctor Valero, no puedo pasar por ese estrecho agujero. Yo los esperaré aquí.
—También yo, me quedaré aquí con Hans —advirtió la gordita Victoria Pizarro.
—Está bien, ¿quién más quiere esperarnos aquí? —preguntó el master.
—Yo, master. Estoy agotada. Descansaré hasta que regresen —dijo la bióloga Hellen Smith.
José, curioso por conocer una nueva estructura de la cueva, fue el primero en pasar. Pedí ser el segundo para grabarlos cuando atravesaran. Detrás de mí siguieron, el master Valero, que lo hizo con mucho esfuerzo, Karol Franco, Gisella Gómez y Ramón Ruiz.
Edith Leroy emocionada por su descubrimiento, dijo:
— Este lugar no es simplemente una cueva; es un universo subterráneo que se despliega infinitamente. Si profundizáramos lo suficiente, podríamos llegar hasta Perú, y quién sabe, hasta Argentina, aunque apenas hemos avanzado unos trece kilómetros.
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CAPITULO CINCO
El aire fresco jugaba a nuestro alrededor, llevando consigo una refrescante brisa. A la distancia, se escuchaba el estruendo del agua que caía, posiblemente provenía de una majestuosa y alta cascada. Era como si el mundo subterráneo se expandiera más y más, revelándonos un paisaje irreal donde los límites de la realidad se desdibujaban a cada paso.
Al acercarse a la pared izquierda, Ramón Ruiz percibió una estructura rocosa meticulosamente tallada, evocando las construcciones de Ingapirca o las edificaciones de los Incas. La roca, esculpida con esmero, revelaba intrincados detalles que parecían fundirse con la piedra misma, como si el paso del tiempo y la habilidad de antiguas manos hubieran dado forma a una obra maestra subterránea. Quizás sea una tumba o escondite de la era prehispánica, entonces la pregunte al master Valero:
—Master, ¿usted cree que Juan Moricz haya llegado hasta aquí, solo y sin los equipos modernos que tenemos?
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—Es difícil, muy difícil haber ingresado hasta este punto con solo una lámpara petroman y sin comida —respondió—. Yo solo no podría regresar. Aunque contamos con luces led, estoy seguro de que moriríamos perdidos si no fuera por la valiosa ayuda de José. La cueva, a pesar de la tecnología, sigue siendo un desafío imponente y enigmático.
En un inesperado momento, mientras exploraba la pared con cautela, Ramón Ruiz desplazó una inmensa piedra que protegía una entrada secreta. Al apartarla, una bóveda misteriosa se reveló, de ahí salieron miles y miles de luciérnagas que poco a poco encendían sus luces.
La escena era una explosión de lo real y lo fantasioso, donde la ilusión se materializaba ante nuestros ojos escépticos. Pequeñas formas de luz titilante, con la apariencia de diminutas formas humanas, emergían de las tinieblas, como si hubieran permanecido ocultos en ese rincón subterráneo durante siglos. Formaban una coreografía sincronizada, juguetona e incomprensible al mismo tiempo.
Era como si la cueva, al revelar este fenómeno inesperado, hubiera abierto una puerta para dejarnos ver un reino encantado que solo podía existir en un mundo de fantasía.
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Estas criaturas luminosas, al salir de las paredes y grietas, formaron un gigante enjambre que iluminó toda cueva; Estábamos absortos viendo como esta nube resplandeciente ascendía hacia el macizo de la cueva, proyectando un resplandor tan intenso que luchaba con las sombras más espesas. La nube iluminada se desvaneció lentamente, dejando tras de sí una estela de luz que se retorcía en espirales hasta que la oscuridad la absorbió.
Al estar en penumbras nuevamente, Ramón Ruiz quiso entrar inmediatamente a la recamara, siendo detenido por la grave voz del master.
—Espera, no entres Ramón, —advirtió—, espera que el espesor de aire se disipe y entre aire fresco.
La inquietud nos dominaba a todos mientras esperábamos en el silencio y oscuridad, tras quince minutos de espera, entramos. Dentro de la habitación, reposaba la osamenta de una persona adornada con múltiples collares de colores. En su mano derecha, descansaba una pulsera, aparentemente de oro, y a su lado, cinco vasijas tapadas con piel de animales, cuidadosamente atadas.
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En medio de la ignorancia natural, José agarró un cántaro, olfateó su contenido, pero al ser repugnante, derramó el líquido en el piso. En un giro extraordinario, este brebaje comenzó a disolver las piedras, dejando en ellas un espacio vacío. Tal sustancia parecía llevar un poder excepcional, quizás utilizado por nuestros antepasados para dar forma a las enormes piedras o para pulir las paredes de la cueva.
Al mirar hacia atrás, el master vio a José sosteniendo la vasija, con la mirada sorprendida de los científicos como telón de fondo; desvió el haz de su luz hacia el suelo, y todas las linternas lo siguieron, vieron que el piso estaba húmedo, con un hueco en el centro donde las piedras se disolvían misteriosamente.
La reacción fue instantánea: frunció el ceño, marcando su rostro con una expresión intensa, mientras dirigía una mirada de interrogante hacia José.
La sorpresa y confusión se apoderó de todos, aquel suelo húmedo, el hueco en el centro y las piedras disolviéndose era un suceso inexplicable. Una furia descontrolada se apoderó del master Valero; su grito, aquellas palabras que escaparon
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de sus labios se escucharon hasta los confines más ocultos de la cueva, una mezcla de asombro y enojo se reflejaba en su rostro.
—¡No, por Dios! ¿Qué has hecho José? —exclamó el master Valero, con un tono que mezclaba incredulidad y furia.
—No hice nada, doctor —respondió José, visiblemente desconcertado, al tiempo que colocaba la vasija en su lugar.
—¿Por qué derramaste el líquido? —preguntó el master, frunciendo su ceño aún más.
—Eso estaba podrido, doctor, olía horrible. —se justificó, sin comprender del todo la magnitud del hecho que acababa de ocurrir.
La voz del master se mezclaba en lo sombrío de la cueva, creando un ambiente tenso. El líquido repugnante, según José, ahora esparcido en el suelo, continuaba su extraño trabajo, diluyendo las piedras y dejando un rastro de destrucción a su paso. La sorpresa y la preocupación se reflejaban en los rostros de los científicos, quienes contemplaban la escena con una mezcla de asombro y hasta temor.
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La apariencia del suelo revelaba un antiguo secreto oculto entre las piedras; quizás era el momento para descubrir cómo nuestros ancestros cortaban y pulían las piedras.
El master estaba furioso; de haber sabido cómo volver atrás, probablemente lo habría ahorcado a nuestro guía. En su lugar, optó por ordenarle a José que esperara afuera. Dentro de esta pequeña habitación, las otras cuatro vasijas estaban dispuestas. Al inspeccionarlas, descubrieron que una contenía semillas de maíz rojo y morado, otra rebosante de miel de abeja fresca a pesar de los siglos transcurridos. En una pequeña vasija encontraron pulseras y collares, presuntamente de oro, y la última contenía una bebida cristalina, confirmada por análisis como agua.
Todo era un enigma que planteaba preguntas sobre la procedencia, el método de conservación y el propósito de esos objetos; cada uno conllevaba un misterio en ese rincón oculto. Justo cuando se disponían a retirar las prendas de la osamenta, rugidos estruendosos retumbaron desde el interior de las piedras. Todos nos miramos, las linternas de nuestros cascos danzaban de un lado a otro,
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hasta que la tierra comenzó a temblar y el master decidió que era mejor abandonar ese lugar al encontrarnos en una posición vulnerable.
El misterio y el temor se apoderaban de nosotros, mientras el movimiento y los rugidos provenientes de las entrañas de la tierra añadían un toque de terror a la escena. Cada paso que dábamos hacia la salida estaba envuelto en la incertidumbre de lo desconocido que yacía en ese lugar, como si la cueva misma guardara secretos que no estábamos destinados a descubrir.
La penumbra se cerraba a nuestro alrededor, las sombras nerviosas se movían con cada destello de las linternas, creando figuras grotescas en las paredes de la cueva. La sensación de que algo ancestral y poderoso se despertaba se apoderaba de nosotros, como si hubiéramos perturbado un equilibrio antiguo que prefería permanecer oculto.
Llegamos corriendo, apresurados y asustados al pequeño túnel abierto por la doctora Leroy, pues, la tierra no paraba de temblar, y fue ella la que lo atravesó primero. Le causó extrañeza no recibir ayuda de Hans Zimmermann, ni de Victoria Pizarro, o de la bióloga Hellen Smith. La doctora
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comenzó a buscarlos, sus ojos reflejaban una mezcla de inquietud y confusión mientras sostenía la linterna con firmeza.
—Aquí no hay nadie, —gritó la francesa desde el otro lado.
Valero, intrigado, se apresuró a cruzar, y cuando llegó, escuchamos que comenzaron a gritar a dúo:
—¡Hans, Victoria, ¡Hellen!
Afanosamente gritaron, sus voces rebotaban en las paredes de la caverna con un eco desesperado. La oscuridad del túnel parecía absorber sus llamados, devolviendo solo el silencio como respuesta. El desconcierto y la preocupación se apoderó de nosotros, mientras nos enfrentábamos a la posibilidad de haber perdido a nuestros compañeros en el corazón de la misteriosa cueva.
Nuestras voces se perdían en medio de los incesantes ecos sepulcrales de esta profunda cueva. La oscuridad del túnel absorbía nuestras palabras, dejándonos en un silencio inquietante que solo era roto por los lejanos rugidos de la caverna.
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No sabíamos qué hacer, si esperarlos o tratar de alcanzarlos, si es que nos hubiesen intentado abandonar en ese intrincado laberinto subterráneo; asustados por el movimiento telúrico. La incertidumbre se apoderaba de nosotros, mezclada con el temor de estar solos en ese lugar misterioso.
El master Valero estaba muy preocupado; se internaba en la oscuridad, gritaba sus nombres y regresaba, como un capitán inquieto que busca a sus tripulantes en medio de una tormenta. Sus pasos retumbaban en la cueva, marcando el compás de nuestra ansiedad colectiva. La sensación de que algo más grande y desconocido acechaba en las sombras hacía que cada instante fuera más inquietante que el anterior.
Karol Franco abrió su mochila y sacó de manera intrépida una pistola de bengala. Con la esperanza de que la luz alcanzara a quienes se encontraban perdidos en la oscuridad, disparó. Sin embargo, de nada sirvió. La luz color rojo de la señal luminosa, salió velozmente, golpeó y rebotó en las rugosas paredes de un lado a otro y solo llegó a unos cuantos metros de nosotros.
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El destello efímero de la bengala iluminó momentáneamente la cueva, revelando la tensión en los rostros de los presentes. El fracaso del disparo agregó un tono de desesperación al ambiente, sumergiéndonos aún más en la incertidumbre.
José, quien había permanecido en silencio, tal vez resentido o avergonzado por haber botado aquel brebaje milenario, finalmente habló:
—Mi padre me enseñó que aquí, en las profundidades de la cueva, habita Pangui, el guardián de este lugar; es una criatura única, su cuerpo tiene mitad ave y mitad hombre. Sus alas plumadas se entrelazan con unos brazos musculosos, mientras en sus ojos profundos brilla la sabiduría de los siglos. Mi padre contaba historias sobre encuentros con Pangui, de sus llamados en la oscuridad y sus apariciones en los momentos más inesperados. En realidad, yo no lo he visto, no sé si son solo cuentos o si realmente existe, pero esta cueva es misteriosa.
—¿Les habrá hecho algo? —preguntó el pobre indígena, con un dejo de preocupación en su voz.
El master, visiblemente inquieto, le respondió:
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—No, José, no nos veas como turistas; somos científicos, disculpa, pero tu comentario está fuera de lugar.
Decidimos seguir la sugerencia de Ramón Ruiz y acelerar nuestro paso para alcanzar al resto del grupo. La urgencia nos impulsaba a avanzar por el intrincado laberinto de la cueva, las luces de nuestras linternas, creaban inquietantes sombras en las paredes pétreas que parecían que nos querían atrapar.
A medida que nos adentrábamos, en ciertos tramos, solo se oía el sonido del agua goteando y el eco de nuestros pasos que zumbaban en la cueva, creando una alucinación de misterio al ambiente. El túnel se estrechaba, obligándonos a sortear las formaciones rocosas con cuidado. José, aún con preocupación en su mirada, lideraba el grupo con determinación.
Emprendimos el regreso, a medida que avanzábamos por las entrañas de la cueva, la oscuridad se volvía más densa; decidimos apresurar el paso, casi trotando, intentando llenar el vacío que sentíamos. Los seis nos encontrábamos solos, perdidos en medio de la penumbra, de un momento a otro, nos imaginamos estar en una selva oscura.
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Hoy, describir aquel lugar me resulta difícil. Recordar esos momentos revive mis más profundos temores vividos allí. Lo único que puedo expresar es que todo se veía más sombrío, distante y tenebroso. Era como adentrarse en una selva de tinieblas, salvaje, áspera y fuerte.
Las mujeres, a pesar de su conocimiento científico racional, empezaron a experimentar visiones y mostraron reticencia a avanzar. Lo más extraño fue que las luces led, previamente colocadas por la doctora Edith Leroy, desaparecieron misteriosamente. Solo podíamos especular que esto fue premeditado por alguien que buscaba sabotear el proyecto. Afortunadamente, contábamos con la valiosa ayuda de José, quien podría ser clave para superar cualquier obstáculo.
Al cruzar la zona donde el petróleo oscurecía nuestro camino, las tinieblas parecían querer detenernos. Cada paso se volvía desafiante, pero con esfuerzo mutuo cruzamos el brillante suelo y superamos los barrancos y muros. Sorteamos las filudas piedras hasta llegar finalmente al Anfiteatro.
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Era muy extraño; a estas alturas, ya deberíamos haber encontrado a los tres desertores. Decidimos tomar un descanso de unas cuantas horas y cambiarnos la ropa empapada por cruzar los torrentes de agua.
Me di cuenta que el master Valero, a pesar de su enojo hacía José, comenzó a hacerle bromas; estoy seguro que era por temor a que nos abandonara, cosa que afortunadamente no ocurrió.
Partimos temprano, con el deseo de llegar al lugar donde se encontraba el segundo campamento, cerca del Arco de Moricz. Caminamos a paso ligero, con la intención de informar sobre la desaparición de tres científicos. Sin embargo, nuestra sorpresa fue desalentadora al llegar: solo encontramos oscuridad y desolación. Las veintidós personas que debían estar allí para proveernos de agua, comida y equipos nos habían abandonado y habían limpiado todo.
El razonamiento de José fue contundente:
—Puedo aceptar que sus amigos los hayan abandonado por cualquier motivo, pero lo que no logro entender es por qué no está mi hijo aquí, esperándome o por qué no ha ido a buscarme.
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—Avancemos, —ordenó el master.
La doctora Gisela Gómez se quejó:
—... y vité, yo estoy cansada, mis piernas no resisten. Hemos caminado sin parar. Yo opino que descansemos. La francesa compartió la misma opinión.
—Está bien, ustedes tienen razón, damas; descansemos. Falta poco; saldremos temprano.
Realmente, estábamos a escasos metros de la Chimenea, donde el graznido de los Tayos se escuchaba como un eco inquietante. José, con un ceño fruncido, expresaba su frustración, ansioso por seguir adelante en la oscura cueva.
Yo me sentí desesperado, mi única meta era escapar de aquel laberinto subterráneo y reunirme con mi familia. Anhelaba salir y abrazar a mi hijo, quería besar la barriguita de mi esposa embarazada; pero la opresión de la oscuridad me envolvía cruelmente, asfixiándome sin piedad.
Avanzamos, conscientes de que estábamos al borde de la salida, pues el hedor de los pájaros indicaba su cercanía. Superamos el último barranco con la endeble escalera, a unos cincuenta metros antes de la entrada, después de ocho angustiosos días, divisamos el ansiado haz
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de luz natural a sesenta metros sobre nuestras cabezas, se lo veía como una herida abierta en el macizo; la visión de la luz natural fue un bálsamo para nuestros ojos fatigados por la oscuridad.
Sin embargo, al acercarnos al umbral de escape, la cruda realidad se reveló: descubrimos que las cuerdas, eslabones vitales para nuestro retorno, habían desaparecido con el equipo de avanzada y los colonos; el vacío del abandono nos envolvía como una fría sombra. La traición, más oscura que la cueva misma, se manifestó en la ausencia de quienes debieron ser nuestros compañeros en esta travesía. ¡Nos habían desamparado!
La doctora Franco sucumbió a un momento de histeria, mientras las doctoras Gómez y Leroy desataban gritos de desesperación. Cuando se calmaron, compartimos los escasos víveres y bebimos agua de la fuente cercana. Siguiendo la sugerencia de José, instalamos nuestras carpas y aguardamos en la incertidumbre, sintiendo cómo la desesperación se infiltraba en cada rincón de la cueva, convirtiéndola en un calabozo inhóspito.
Con la destreza de un equilibrista en un circo sin luces, José ascendió por los bordes del pozo, agarrándose de las rugosas rocas que conformaban el corazón misterioso de la cueva.
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Su objetivo: atrapar polluelos de Tayos para alimentarnos. Sus dedos se aferraban con firmeza a las ásperas rocas, mientras desde abajo solo veíamos deslizar su sombra que se sumergía en una cacería solitaria. Era una escena surrealista hasta que, finalmente, logró capturar ocho pichones de Tayos.
La tradición Shuar impone un rito de iniciación a la Cueva de los Tayos para los adolescentes que buscan obtener el estatus de guerreros tribales. Preparados con leyendas y habilidades, los jóvenes ingresan a la cueva, guiados por ancianos y chamanes, en busca del mítico Tayo que simboliza su conexión espiritual con la cueva.
La ceremonia, presenciada por la comunidad, refuerza la transmisión de conocimientos, fortalece la unidad y mantiene viva la conexión con los ancestros. Al salir victoriosos, los jóvenes guerreros son honrados y reciben marcas rituales y un colgante de madera que simboliza su vínculo con los Tayos, preservando así la riqueza cultural Shuar en la selva amazónica.
Encendimos una fogata con las ramas recolectadas para asar las aves, aunque la carne sin sal resultaba repulsiva para mí. Sin embargo, el hambre me incitaba, y al considerar la tradición
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y el esfuerzo de José, quien arriesgó su integridad para obtener alimento, no tuve más opción que comer, saboreando la amarga opción de nuestra supervivencia.
José nos reveló que los fines de semana solían haber expediciones, a menos que se contrataran grupos para análisis como el nuestro, lo que implicaba una espera prolongada. La cueva, ahora más que nunca, se volvía una cárcel claustrofóbica, atrapándonos en la tensión palpable de no saber cuándo ni cómo saldríamos de ese oscuro laberinto que se cernía sobre nosotros como un manto de desesperación.
Al tercer día, la esperanza llegó de manera inusual.
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CAPITULO SEIS
Desde la chimenea, un grupo de turistas comenzó a lanzar piedras, una de las cuales casi golpea a Ramón Ruiz mientras conversaba con Karol Franco. Al divisar nuestras linternas y escuchar los gritos desesperados, se percataron de que había presencia humana en las profundidades de la cueva.
Luego de preparar los aparejos, un joven guía que lideraba una expedición de turistas descendió con habilidad. Llevaba puesta una mascarilla antiséptica, y lo primero que hizo, después de saludarnos a cierta distancia agitando su mano, fue preguntar:
—¿Quiénes son ustedes y cómo llegaron hasta aquí? Se suponía que no debe estar nadie más en este lugar.
—¿Y sus mascarillas?
—hemos estado trabajando sin ellas, —respondió Ramón Ruiz.
Vi en su rostro ciertos movimientos de extrañeza; al comentarle nuestra situación de abandono por parte de nuestro equipo, José notó algo inusual:
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no reconocía al joven, a pesar de ser hijo de Daniel Tseremp, un miembro destacado en la asamblea Shuar y guía reconocido. Este hecho intrigó a José, quien agradeció la ayuda mientras nos manifestaba su desconcierto por no conocer al hijo de alguien tan familiar en su campo.
Tras esperar que primero descendieran los turistas, finalmente comenzaron a sacarnos de la cueva, utilizando el mismo sistema de Rapel. Al llegar a la superficie, respiré un aire fresco, escuché el canto de los pájaros y sentí el abrazo cálido del sol. Sin embargo, al observar a mis compañeros de equipo, noté sus semblantes agotados y me di cuenta de algo muy extraño: todos los colonos llevaban puestas mascarillas. La aparición de un colono acercándose a José con gran curiosidad capturó mi atención.
—Disculpa, ¿tú eres José Tiwuaram? —inquirió el colono con intriga—. ¿Verdad? —Sí, Arnaldo, ¿Acaso no me reconoces?, —respondió José con perplejidad a su conocido—, ¿Qué sucede? ¿Acaso me ves más viejo?
—Al contrario, te veo más joven. Hace como cinco años escuché que habías fallecido.
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—¡No digas tonterías!, si hace apenas veinte días nos saludamos en Limoncocha. —¿Conmigo?, no, yo no te he visto en años, —respondió el colono.
—¡Debes estar borracho!, —dijo José, —te dejo, debo llevar al grupo a mi casa.
Partimos hacia la casa de José, ansiosos por alcanzar al equipo que nos había abandonado. Yo estaba desesperado por hablar con mi esposa, saber de mi hijo, cómo estaba su embarazo; aquí no llegaba la señal de celular, tenía que esperar a llegar a Limoncocha.
El sol ardía sobre la selva, envolviéndonos en un sofocante calor que desdibujaba las sombras de los verdes árboles. Al llegar a la hacienda, una señorita nos divisó a lo lejos y llamó a alguien. Descendió un hombre joven, aproximadamente de unos 24 años, con una escopeta en la espalda y una mascarilla cubriendo su rostro. Al acercarnos, nos saludó amablemente.
—Buenos días, ¿Qué desean? ¿Por qué no tienen sus mascarillas puestas? —preguntó el hombre al vernos.
—¿Quién eres tú? —José también preguntó, con cierta desconfianza.
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El hombre, miró a José y abrió sus ojos de admiración, frunció su frente, arrugándola como papel, desprendió la mascarilla de su rostro y luego nos sorprendió a todos con sus palabras.
—¿Papá?, ¿eres tú?
José se quedó perplejo, hasta que finalmente reaccionó.
—¿Tú, tú eres Juan?
—Sí, soy yo papá, ¿no me reconoces?
Sin dudarlo, se abalanzó sobre José para abrazarlo y llamó a su familia.
—¡Mamá, María, Anita, vengan!
María, con pasos lentos, y sus dos hijas ya convertidas en señoritas; una de ellas, María, la mayor, estaba embarazada de unos ocho meses. Todos los científicos quedaron atónitos. ¿Qué había sucedido?
Ellas también sorprendidas, pero con algo de desconfianza, se abalanzaron a los brazos de su padre con lamentos y lágrimas; también bajó un joven sin camisa, pero con mascarilla, presentándose como Aníbal, esposo de María, mientras todos trataban de asimilar la situación, Juan preguntó el porqué de nuestra ausencia, la
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respuesta fue compleja, ya que nos hallábamos en medio de un mundo subterráneo donde el tiempo se había comportado de manera inexplicable. Una mezcla de asombro, confusión y alegría inundaba el ambiente.
—¿Dónde han estado? —preguntó Juan, su voz estaba cargada de incertidumbre. —Los hemos buscado sin cesar —continuó, tratando de encontrar consuelo en las palabras que apenas salían de su boca. —Equipos del extranjero vinieron con tecnología moderna, trajeron luces fuertes que cortaban la oscuridad de la cueva, pero no encontramos ningún rastro de ustedes, solo unas luces azules en la penumbra.
José avanzó unos pasos, como reconociendo su terreno, mientras su hijo continuaba el relato.
—No los encontramos. Después de un mes de intensa búsqueda, los declararon desaparecidos y todos se fueron —susurró, yo avancé y ayudé a remover la tierra de un muro donde un señor gordito y dos señoras dijeron que ustedes se habían metido, pero no los encontramos, luego de un mes de intensa búsqueda, los declararon desaparecidos y todos se fueron.
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El master frunció el ceño, una arruga marcaba su frente preocupada mientras sus ojos examinaban al joven con desconcierto.
—¿Hace qué tiempo pasó ese suceso? —inquirió, su voz reflejaba urgencia.
El joven, con gesto despreocupado, respondió:
—Puff, eso pasó hace como cinco años —expresó, como si estuviera contando anécdotas de un pasado lejano.
Todos quedamos impactados, la sorpresa pintada en nuestros rostros era como un lienzo de confusión. La doctora Gisella, con su mirada penetrante, no pudo contener su incredulidad.
—¡Pero, si recién hace siete días entramos a la cueva; ¡inclusive, vos estabas con nosotros, che’! —exclamó, señalando al joven con un gesto acusador.
El joven sonrió con serenidad, como si estuviera acostumbrado a esta reacción.
—No, señora. Ustedes estuvieron aquí hace cinco años.
Un silencio incómodo se apoderó del lugar, como si el tiempo mismo estuviera suspendido en una nube entre dos realidades. El master,
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con la mente colocada en un torbellino, buscó comprender la extraña discrepancia temporal. La cueva se convirtió en un escenario donde los límites de la realidad y la percepción se unían de manera inquietante.
La doctora Gisella, incrédula pero también intrigada, miró alrededor como si buscara pistas en la hacienda que pudieran revelar la verdad oculta detrás de la confusión.
Mi cuerpo comenzó a temblar, tuve un mareo que nubló mis sentidos, luchando por comprender lo razonable de lo inexplicable. Fue entonces, en medio de mi desconcierto, que noté a la doctora Edith Leroy desplomarse a mi lado, y su desvanecimiento desencadenó una serie de reacciones a mi alrededor.
Sus dos compañeras y las hijas de José se apresuraron a asistirla, formando un círculo de atención y cuidado. Mientras tanto, la esposa de José, con una mezcla de alivio y furia, comenzó a recriminarle por su prolongada ausencia.
El asombro, como una niebla densa, se entrelazaba con la confusión, creando un instante donde las revelaciones inexplicables se manifestaban en formas insospechadas. Cinco
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años, un lapso que había transcurrido para aquellos que dejamos atrás antes de sumergirnos en las profundidades de la cueva. Para nosotros, sin embargo, apenas habían pasado dos días desde que nos despedimos de los tres científicos al ingresar al misterioso umbral.
Nos encontrábamos en un terreno enigmático, de hipótesis, conjeturas, y de suposiciones. El espacio entre los segundos y los años se volvía difuso, como si la cueva fuese un portal entre dos dimensiones temporales. No asimilábamos la dimensión de lo que conllevaba la pandemia; mis pensamientos, sumergidos en la incredulidad, buscaban desesperadamente comprender la naturaleza de este fenómeno, pero cada intento solo profundizaba la incertidumbre que se cernía sobre todos.
Sentí que todo era una cruel artimaña de mi mente, una maraña de sueños o, más bien, una pesadilla de la cual ningún ser humano debería ser víctima. Mi mente, atrapada en la encrucijada de lo real y lo simulado, se debatía entre miles de pensamientos confusos. La angustia se apoderó de mí al pensar en mi hijo, en mi hija, ¿habrían crecido en estos cinco años que para
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nosotros apenas eran dos días? ¿Cómo habría evolucionado su mundo mientras explorábamos las profundidades de esta realidad alterada?
La imagen de mi esposa, de mi amada esposa, también se posó en mi mente, ¿Cómo habría enfrentado la vida en mi ausencia? ¿me esperará con los brazos abiertos o el tiempo quebrantado habría desgastado su paciencia y esperanza?
Mis pasos, guiados por una mezcla de esperanza y temor, se dirigieron hacia el lugar donde Edith yacía inconsciente. Su figura frágil se volvía un reflejo de nuestra propia vulnerabilidad ante los misterios que enfrentábamos, me encontraba atrapado en una obra cuyo guion escapaba a mi comprensión.
El miedo de enfrentar nuestra realidad, en un mundo transformado por los caprichos del tiempo, generaba en mí una ansiedad palpable. ¿Cómo sería recibir el abrazo de mi familia después de lo que parecía un simple parpadeo para mí, pero un largo transcurso de tiempo para ellos?, se bien que no solo encontraría un mundo cambiado, sino también a mí mismo, metamorfoseado por la experiencia de habitar en los pliegues del tiempo.
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Cada pensamiento, cada especulación, se transformaba en una pieza discordante en un rompecabezas desconcertante de realidades paralelas. Nos encontrábamos en un territorio que solo conocíamos a través de ficciones literarias o relatos cinematográficos, donde las percepciones chocaban y se entrelazaban con la realidad de formas inimaginables.
Quedamos suspendidos en el tiempo, en un estado donde las necesidades humanas parecían irrelevantes y el flujo temporal se detuvo frente a nosotros, mientras permanecíamos impávidos y ajenos a su paso.
La preocupación de la doctora Leroy por su madre, quien yacía internada en un hospital parisino, se intensificaba, mientras Gisella Gómez expresaba su temor ante la posibilidad de no ser perdonada por su esposo celoso después de varios años de ausencia. En ese escenario, cada uno de nosotros se veía atormentado por conflictos internos, entrelazados con nuestro destino incierto.
Con tenacidad que denotaba la perseverancia de su linaje, el hijo de José logró conseguir una lancha que nos condujo a Limoncocha. La travesía por el agua reveló un panorama desolador; el
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pueblo tenía la apariencia de estar olvidado, extendiéndose en un silencio impuesto por las autoridades con el lema “quédate en casa”. El polvo se posaba sobre las calles, testigo sosegado de una comunidad que alguna vez fue vibrante y que ahora yacía en la penumbra del abandono.
El parque central manifestaba un silencio que parecía devorar el murmullo del río cercano, se convertía en un escenario en el que las líneas del tiempo se entrelazaban. Mientras aguardábamos el bus que nos conduciría hacia el próximo capítulo de nuestra travesía, el retumbar de nuestras botas sonaba, recordándonos que cada paso que dábamos estaba impregnado de una realidad alterada.
El bus, al arrancar, nos dejó ver que cada rincón del pueblo abandonado quedaba atrás lentamente, las fachadas de las casas, con sus colores desvanecidos, contaban historias que quedaron suspendidas en el tiempo, como fotografías amarillentas que se resistían a desvanecerse por completo, como una melodía lejana que se desvanecía en la distancia.
Me encontraba al borde de marcar el número de mi esposa, mi corazón latía con una mezcla de ansiedad y esperanza. Sin embargo, decidí
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contener ese impulso. Seguí el consejo de Ramón Ruiz, dejando el teléfono en reposo en mi mano temblorosa. Sus palabras chocaban en mi mente de un lado a otro, como un eco persistente, planteándome una interrogante inquietante: ¿cómo reaccionaría ella al escuchar mi voz después de haber estado, al menos para ella, muerto durante cinco años?
La idea de mi regreso repentino, después de lo que para ella habrían sido años de duelo y aceptación de mi supuesta partida, resultaba desconcertante y, en cierta medida, aterradora.
El pensar que escuche mi voz al teléfono, una voz que había permanecido en silencio para ella durante tanto tiempo, era como enfrentarse a una verdad que se desplegaba sus alas de colores con la delicadeza de una mariposa que emerge de su oruga. La incertidumbre, se proyectaba sobre mí mientras contemplaba el teléfono, cuestionando si, al romper ese silencio, desencadenaría una tormenta de emociones que ninguno de nosotros estaba preparado para enfrentar.
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CAPITULO SIETE
Decidí seguir el consejo de Ramón Ruiz y contactar a mi amigo Ramiro. Sería la primera persona en enterarse y verme después de tantos años para él y solo nueve días para mí. Imposté mi voz y realicé la llamada.
—Ramiro Guillén, buenas tardes, ¿usted arregla computadoras? —pregunté, intentando despistarlo.
—Sí, efectivamente. ¿En qué puedo ayudarle? —respondió.
—Tengo un proyecto de inaugurar un Cyber y necesito a alguien que instale y dé mantenimiento a los equipos.
—¡Claro! ¿Cuándo podemos vernos? —dijo entusiasmado.
—¿Puede ser ahora? —inquirí.
—Sí, no hay problema. ¿Dónde nos encontramos?
—Venga al Rectorado de la Universidad de Guayaquil, pregunte por el doctor Valero, a las 15h00.
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Lo esperaría antes de que ingresara, sabiendo que el master no estaba ya no estaba a cargo de la facultad. Pacientemente aguardé y lo vi bajar de un auto moderno. Lo reconocí a pesar que llevaba mascarilla, me coloqué atrás de él y le ordené que no mire hacia atrás, y lo conduje hacia el bar.
—No mires atrás, camina al bar y siéntate. —Él pensó que era un asalto planificado y siguió mis órdenes.
Halé una silla y me senté atrás, y le pregunté:
—¿Crees que los muertos pueden regresar de sus tumbas?
—¿Qué tipo de broma es esta? —respondió, visiblemente molesto.
—Solo responde. —Insistí.
—No, claro que no. Va en contra de la naturaleza. —contestó confundido.
—¿Qué harías si vieras a tu amigo Pablo?
—¡Darle un abrazo, por supuesto! —respondió sin dudarlo.
Mis emociones se mezclaban mientras escuchaba sus respuestas. La tensión en el aire era palpable, y mi corazón latía con fuerza. Con un suspiro, decidí revelar mi verdadera identidad.
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—Ramiro, mira hacia adelante. Soy yo, Pablo. No he muerto, pero he regresado.
Me paré frente a él, permitiendo que nuestros ojos se encontraran cara a cara. Al vernos, la realidad de mi retorno y su sorpresa se reflejaron en nuestras expresiones. Sin palabras, nos abrazamos largamente, como si cada segundo de aquel abrazo fuera un intento de reconciliar el tiempo perdido. Nuestros ojos se llenaron de lágrimas y alegría, dos emociones que fluyeron en armonía en ese instante único.
Los estudiantes, testigos de este inusual acto de amistad y emoción, nos observaban sorprendidos ante nuestro encuentro tan emotivo. La atmósfera estaba cargaba de un aire de emoción; en ese abrazo entre dos amigos separados por el velo del tiempo, se unían años de ausencia, las incertidumbres de mi viaje en las profundidades de la cueva y la alegría de un reencuentro inesperado.
Las lágrimas, testigos silenciosos de las emociones que fluían, caían como gotas de un río que se desborda, llevando consigo la carga de un tiempo que se había detenido y ahora se reiniciaba.
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La última vez que nos encontramos fue en una fiesta en su casa hace aproximadamente veinte días, celebrando el décimo cumpleaños de su hijo. Sin embargo, para él, habían pasado cinco años desde ese momento. La información que tenía sobre mí indicaba que habíamos sido declarados desaparecidos y, probablemente, dados por muertos a medida que el tiempo transcurría.
La charla con Ramiro fue emotiva, repleta de alegría y la necesidad mutua de entender lo sucedido. Nos sumergimos en anécdotas, en los recuerdos compartidos que se habían mantenido vivos en su memoria. No podía comprender que, para mí, apenas habían transcurrido quince días, y yo no asimilaba que para el mundo habían pasado tantos años. Aunque él me aseguraba que yo no había envejecido.
Las risas volaban al aire, como una sinfonía de instrumentos musicales que evocaban momentos compartidos con la trama de mi misterioso retorno. Cada detalle de la conversación era una revelación, y la complicidad entre nosotros volvía la unión que retrocedía el tiempo perdido.
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—No has cambiado en absoluto, Pablo. Es como si el tiempo se hubiera detenido para ti —mencionó Ramiro, con asombro y admiración reflejados en sus ojos.
Me miré en un espejo invisible, tratando de comprender la afirmación de mi amigo. Mi mente, aún inmersa en el descaro temporal, luchaba por unir la realidad que había vivido con el entorno que se desplegaba frente a mí.
—Es difícil de creer, Ramiro. Para mí, parece que apenas he cruzado el umbral de una cueva y regresado. No sé cómo procesar que tantos años hayan pasado para todos ustedes —confesé, tratando de expresar la extrañeza que me embargaba.
Mi curiosidad por conocer el destino de Bertha, mi esposa, crecía. Sin embargo, cuando le mencioné su nombre, el silencio se apoderó de él. Desvió la mirada, se cubrió el rostro con las manos y su expresión desolada me reveló que algo terrible había ocurrido. Por un instante, incluso pensé que ella había fallecido.
—Ramiro, ¿qué sucedió? ¿Por qué te afecta tanto hablar de Bertha? —inquirí, con el corazón en un puño.
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—Es complicado, amigo. Bertha... Te has perdido mucho, Pablo. —respondió con pesar en su voz.
Mis piernas flaquearon y me sostuve en una silla cercana, la sensación de devastación me abrumaba. No podía asimilar lo que estaba escuchando.
—¿Cómo? ¿Qué pasó con ella? —mi voz temblaba, apenas lograba articular las palabras.
—Después de que te declararon desaparecido, la situación económica se tornó difícil para ella. Al dar a luz a Paolita, mi esposa la ayudó; a los tres años de tu ausencia, conoció a un joven llamado Juan Carlos Espinoza y se casó con él, ahora viven en la Alborada —sus palabras se desvanecieron en un susurro, incapaz de continuar.
El mundo a mi alrededor parecía desvanecerse, las palabras de Ramiro repicaron en mi mente como el doblar de campanas. La imagen de Bertha, mi amada esposa, rehaciendo su vida sin mí, con otro hombre, se convertía en una realidad que me golpeaba con una fuerza indescriptible.
—¿Y Paolita? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta.
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—Paolita... ella es tu hija, Pablo. —Ramiro habló con suavidad, como si temiera romper un delicado equilibrio.
Mis pensamientos se entrelazaron en una maraña de emociones encontradas. La mezcla de alegría y dolor se manifestaba en mi rostro mientras procesaba la noticia. Mi hija, fruto de un tiempo que no experimenté, existía y formaba parte de un mundo que, aunque ajeno, ahora me llamaba.
Mis ojos se nublaron de lágrimas mientras asimilaba la devastadora noticia. El impacto de su nueva vida me golpeó como una ola destructora; la vida de Bertha siguió adelante, y yo, un viajero temporal, debía encontrar la manera de encajar en un presente que se había construido sin mí; y hoy, yo regresaba a un mundo donde ella ya no sería parte de mi vida, era como caer en otra cueva, llena de tinieblas, dolor y desesperación. La realidad parecía desvanecerse mientras enfrentaba el desgarrador descubrimiento de su nuevo camino sin mí.
Me encontraba en un abismo emocional, el mundo conocido se desvanecía frente a mis ojos. Mis anhelos y sueños de abrazarla, de presenciar
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su embarazo, de sostener a mi hija entre mis brazos y ver crecer a mi hijo, quien ahora tendría trece años, se rompieron en un horizonte incierto.
La realidad distorsionada por la cueva parecía subirse sobre mí como una sombra implacable, y la oscuridad emocional se insertaba en cada pensamiento perdido en el tiempo. Las imágenes de un pasado que nunca viví se desvanecían en la tristeza de lo que pudo haber sido.
Pedí a Ramiro que se acercara a ella, le narrara mi regreso y mi deseo de estar junto a mi hijo, respetando su matrimonio. Mis propias palabras se convertían en nudos en mi garganta, llenas de anhelos y temores entrelazados.
—¿Cómo te sientes, Pablo? —preguntó Ramiro con preocupación mientras caminábamos.
Mi mente era una verdadera tormenta, era una licuadora prendida, que trataba de encajar las piezas de mi vida, ahora distorsionada por esta realidad alterada.
—Es una mezcla extraña. Siento que todo ha cambiado y, al mismo tiempo, sigue igual. Es como estar en un sueño del que no puedo despertar. —es lo que pude responder, con la mirada perdida en el horizonte distante.
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—Entiendo. Bertha ha tenido que seguir adelante, pero imagino que no debe ser fácil para ti asimilarlo todo de golpe. ¿Cómo piensas afrontar esto? —indagó con tacto.
El camino hacia el encuentro con Bertha y mis hijos se volvía una travesía llena de incertidumbre y emociones agridulces. La realidad y la magia se mezclaban en un cóctel desconcertante, mientras me preparaba para enfrentar un capítulo desconocido de mi propia historia.
El master Valero, con quien mantenía contacto permanente, me instó a mantener nuestra historia en secreto. Su vida, alguna vez estable y próspera, se vio destrozada tras la pérdida de su esposa, cuatro años atrás. Sus hijos se repartieron la herencia y ninguno deseaban cuidarlo ni brindarle un espacio para vivir.
En medio de la charla, mientras compartíamos nuestras experiencias y desafíos, el master confió en mí su propia carga emocional. El peso de la soledad, la fractura familiar y la falta de apoyo, revelaban su vulnerabilidad detrás de su fachada de fortaleza.
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—Pablo, te entiendo más de lo que crees, —me comentó el master—, a veces, las experiencias más difíciles nos conectan de maneras inesperadas. Mi vida ha cambiado drásticamente, y ahora encuentro consuelo en la compañía de aquellos que comprenden el dolor de la pérdida y la soledad. No todos comprenderían nuestra situación, así que, por ahora, es mejor mantener nuestra historia en secreto. —aconsejó el master Valero con sabiduría.
Asentí, reconociendo la validez de sus palabras. Ambos éramos viajeros en un terreno desconocido, llevando sobre nuestros hombros las pesadas mochilas, llenas de cicatrices con realidades que se desvanecieron.
Al contactar a Ramón Ruiz, su historia era una réplica de la distorsión temporal. Su esposa, tras cinco años de ausencia, al enfrentar al tiempo, ahora vivía en casa un amigo. Sus hijas, convertidas en señoritas adolescentes, se habían sumergido en el mundo de las pandillas, rechazando la vuelta de su padre.
Las similitudes entre nuestras experiencias resonaban como un eco desgarrador. En la maraña de líneas temporales entrelazadas, descubrí que
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la distorsión no solo afectaba mi vida, sino que tejía sus hilos en el lienzo de aquellos que, como yo, enfrentaban la paradoja del tiempo.
En México, la historia de Ramón Ruiz se convertía en un reflejo sombrío de la fragilidad de los lazos familiares, distorsionados por el paso del tiempo y las elecciones que, en un presente alterado, parecían inevitables.
—Pablo, mi amigo, la vida nos ha jugado una mala pasada a ambos. Mis hijas no quieren saber nada de mí, y mi esposa ha rehecho su vida. Esta nueva realidad es como una prisión sin salida. —compartió Ramón con una tristeza palpable.
A medida que compartíamos nuestras penas, la conexión entre Ramón y yo se volvía más profunda; éramos compañeros en este viaje surrealista, enfrentando la desolación de un tiempo que se deslizaba de nuestras manos como arena fina. La fragilidad de los lazos familiares, la inevitabilidad de los cambios y la desorientación emocional se manifestaban en nuestras conversaciones. Éramos tres almas náufragas, intentando encontrar sentido a un presente que se desplegaba ante nosotros como un paisaje desconcertante.
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La doctora Gisella Gómez, al llegar a Buenos Aires, enfrentó una noticia desgarradora: su esposo, un hombre abusivo y machista, había perdido una pierna por complicaciones de la diabetes. A pesar de su retorno, la violencia persistía en su hogar, marcando un regreso cargado de dolor.
La realidad que aguardaba a la doctora Gisella Gómez en su retorno no era la que había imaginado. La discapacidad marcada de su esposo y la que enfrentaba debido a la diabetes no habían modificado la toxicidad de su relación. En lugar de encontrar un espacio de compasión y reconciliación, Gisella se topó con un ambiente aún más opresivo.
El peso de la violencia, tanto física como emocional, se cernía a diario sobre ella como una sombra oscura. La realidad de su hogar era un reflejo retorcido de lo que podría haber sido un período de recuperación y apoyo mutuo. En cambio, la violencia persistía, entrelazando una red de dolor que se extendía a lo largo de su regreso.
La doctora Edith Leroy optó por quedarse en Guayaquil para estudiar los vestigios extraídos. Al enterarse de la muerte de su madre en París años
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atrás y al escuchar que su novio había formado una familia y ahora tenía tres hijos menores, esto alteró por completo la narrativa que ella se había creado en su mente.
La tragicomedia se manifestaba de manera cruda en la vida de Edith, donde los eventos extraordinarios eran sorpresas dolorosas y desconcertantes que el destino le tenía reservadas.
Cada recuerdo impregnado en nuestros sentimientos se ve marcado por el sutil sonido de las hojas crujientes que pisamos en la selva. Es una reunión de cambios drásticos y perturbadores en la jungla de nuestras experiencias; el tiempo, que en su momento dejamos atrás, ahora se erige como una estampa congelada en la memoria, manifestándose como un espejismo desafiante ante nuestros ojos.
Llegó el momento de encuentro creado por Ramiro en el McDonald’s de la Alborada. Estaba nervioso; el corazón me latía tan fuerte que parecía que se me iba a salir del pecho. Caminé hacia mi hijo Felipe. Sin embargo, él, inmerso en su teléfono, apenas mostró interés ante mi presencia. Parecía que ya había dejado de verme como su superhéroe. Ansiaba abrazarlo,
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reconectar con él, pero sus ojos permanecían fijos en la pantalla, como si un mundo virtual lo absorbiera por completo.
La brecha entre nosotros, más que una distancia física, era una desconexión emocional. Mi regreso, que esperaba lleno de alegría y afecto, se encontraba con la frialdad de la tecnología y la indiferencia de un hijo que había cambiado mientras yo permanecía atrapado en el tiempo.
—Felipe, hijo, ¿cómo estás? —pregunté, tratando de ocultar la tristeza que se apoderaba de mi voz.
Él levantó la mirada brevemente, asintió con desgano y murmuró un «bien». Mi deseo de abrazarlo se encontraba con una barrera invisible, una barrera que no era física, sino emocional. Mi regreso, que esperaba lleno de alegría y afecto, se encontraba con la frialdad de la tecnología y la indiferencia de un hijo que había cambiado mientras yo permanecía atrapado en el tiempo.
En cambio, Paolita, mi niña, se mostró cariñosa y abierta. Bertha, su madre, le pidió que me saludara y se sentara a mi lado. Con su inocencia
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infantil, ella obedeció, inundándome con sus preguntas y una ternura que alivió la tensión que sentía al ver la frialdad de mi hijo mayor.
Paolita, con sus ojos curiosos y su sonrisa inocente, se convirtió en un bálsamo para el corazón. Sus preguntas infantiles sobre mi tiempo perdido y su entusiasmo por compartir su mundo crearon un espacio de conexión que contrastaba con la frialdad que había experimentado con Felipe.
—¿Dónde estabas, papi? —preguntó Paolita, sosteniendo una de mis manos con las dos suyas.
Bertha, observando la interacción entre nosotros, sonrió con un gesto de complicidad. La niña, ajena a las complejidades de los adultos, estaba decidida a llenar el espacio con su amor y curiosidad.
—Estuve en un lugar lejano, mi amor, pero ahora estoy de vuelta para verte a ti y tu hermano.
—¿Me extrañaste? —respondí, acariciando su cabello.
En su risa y en sus ojos curiosos, encontré un refugio de amor que necesitaba desesperadamente, ella, con su inocencia creó un puente entre el tiempo perdido y el presente. En ese momento, la
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magia de la niñez y la pureza de sus emociones se convertían en la luz que disipaba la oscuridad emocional que me envolvía.
Le regalé un peluche que había comprado para ella; le encantó. La felicidad iluminó su rostro mientras abrazaba el tierno obsequio con entusiasmo. El peluche se convirtió en un símbolo tangible de mi deseo de reconectar y construir nuevos recuerdos juntos.
—¿Cómo se llama? —preguntó Paolita, sosteniendo el peluche con cariño.
—Puedes ponerle el nombre que quieras, mi amor. Es todo tuyo —respondí, disfrutando de la simpleza y la alegría del momento.
Sin embargo, cuando mis ojos se encontraron con los de Bertha, mi exesposa, el tiempo pareció retornar. Era el mismo rostro que amaba, pero sus expresiones habían cambiado. El brillo de la juventud había dejado paso a líneas de preocupación y experiencias vividas. En esos ojos que una vez reflejaron complicidad, ahora percibía una mezcla de emociones difíciles de descifrar.
—¿Cómo estás, Pablo? —preguntó Bertha con un tono formal.
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Mi corazón latía con fuerza mientras intentaba descifrar las complejidades de ese encuentro. Había imaginado este momento de incontables maneras durante los últimos días, pero la realidad actuaba en otro escenario.
—Muy confundido, supongo... —respondí con cierta incertidumbre.
La distancia emocional entre nosotros se manifestaba en la forma en que nos mirábamos. La conexión que alguna vez compartimos parecía envuelta en capas de otra época y experiencias individuales. Mientras lidiaba con la sorpresa y la incertidumbre, buscaba signos de reconocimiento en sus ojos, anhelando encontrar un rastro de la mujer que una vez fue mi compañera de vida.
Bertha, por su parte, mantenía una compostura que revelaba emoción y sentimientos contenidos. Había pasado por cambios, asimilado pérdidas y, al igual que yo, estaba tratando de encajar las piezas de un rompecabezas temporal que se desplegaba frente a nosotros.
Mis pensamientos eran una borrasca de emociones, una mixtura de alegría por verla y la tristeza de saber que ella ya no era mía.
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—Ha pasado tanto tiempo... —comentó, noté un deje de nostalgia en su voz.
—Para mí es complicado razonarlo; hace unos cuantos días para mí cuando nos despedimos, aún recuerdo tus palabras, tu olor, recuerdo tu sabor, el beso en tu barriguita, ...pero, todo ha cambiado. —mis palabras salían con un tono de melancolía, que ella seguramente lo notaba.
Aunque la distancia emocional era evidente, nuestros ojos delataban el amor que una vez compartimos y que ahora estaba suspendido en el aire. Al verla fijamente, sentí que mi alocado corazón aceleraba su ritmo, y sus ojos reflejaban una mezcla de nostalgia y anhelo.
Nuestras palabras iniciales fueron torpes, tenían una tensión palpable en el aire. Las manos temblaban ligeramente al estrecharlas, como si la electricidad de los recuerdos aún fluyera. El aire se volvía denso, y nuestras emociones se deslizaban en silencio, como las sombras que en la cueva me seguian.
Durante un momento, nos sumergimos en un silencio incómodo, un espacio lleno de palabras no dichas y un mar de preguntas sin respuestas.
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Cada mirada se convertía en un interrogante, y el lenguaje no verbal se volvía el canal por el cual compartíamos nuestras verdaderas emociones.
Cada instante que transcurría, parecía deleitarse con mi dolor. La realidad se fragmentaba perversamente ante mis ojos, sumiéndome en un laberinto de recuerdos, y ahora, nos enfrentamos a la verdad de lo que una vez fuimos y lo que hoy habíamos dejado a ser.
Cada gesto, cada suspiro, se convertía en una conversación no expresada. El pasado y el presente colisionaban en ese instante, recordándonos que algunas conexiones nunca se rompen por completo, incluso cuando la vida sigue su curso inexorable.
La situación tomó un rumbo inesperado para mí. Juan Carlos, el esposo de mi mujer, se encontraba presente en el lugar. Nuestra conversación, cargada de nostalgia, pareció llamar su atención; no estoy seguro si fue por celos, pero noté que se acercaba a Bertha sosteniendo a un niño de aproximadamente un año en sus brazos; con un gesto que denotaba posesividad, la besó en los labios, como queriendo marcar su territorio, y luego pasó al niño a los brazos de Bertha.
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Esa acción me invadió de furia, pero él también formaba parte de la vida de ella y de mis hijos, el gesto de Juan Carlos fue como una declaración silenciosa de su presencia y dominio sobre la situación. Mientras yo procesaba la sorpresa de su intervención, Bertha, con el niño entre sus brazos, parecía atrapada en un juego de lealtades difíciles.
—Pablo, te presento a Rafael, nuestro hijo y a Juan Carlos, mi esposo, —dijo Bertha con un tono de voz que buscaba mantener la compostura.
Hice una sonrisa forzada, estaba atrapado en un limbo temporal, la tensión en el aire era palpable, marcada por el silencio incómodo que seguía a la revelación. Juan Carlos, tenía una mirada desafiante, parecía buscar una reacción en mis ojos. Mientras tanto, yo, asimilaba la noticia y me enfrentaba a la imagen de la familia que había perdido.
—Mucho gusto, Juan Carlos. Rafael es un niño hermoso —dije, intentando ocultar la tormenta de emociones que bullían en mi interior.
Juan Carlos respondió con una sonrisa triunfante, como si mi gesto validara su posición en la vida de Bertha y la familia que habían
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construido. Mientras tanto, Bertha, con el niño en brazos, observaba la interacción con una mirada que reflejaba una mezcla de nerviosismo y resignación.
—Ellos son mi mundo, Pablo. —confesó—, Bertha y yo les hemos dado amor, pensábamos que habías fallecido y solo traté de ocupar un espacio que creí vacío, nunca pretendí reemplazarte.
—Te agradezco eso, lo valoro mucho —dije sinceramente.
La presencia de Juan Carlos, su rol en la vida de mis hijos y Bertha, me enfrentaban con una realidad que no podía ignorar. A pesar de la turbulencia interna, me esforcé por mantener la compostura.
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CAPITULO OCHO
Mi vida se tornó un verdadero calvario. No lograba encontrar empleo, mis equipos estaban desactualizados; mis antiguos amigos me evitaban, aseguraban que había sido expulsado del cielo y si Dios no me aceptaba, ellos tampoco lo harían.
Ellos, mis amigos de antes, fueron los primeros en acercarse a Bertha al enterarse de mi desaparición, supuestamente para ayudarla; le dijeron que comprarían los equipos fotográficos, de video, luces y música que tenía, los llevaron, pero nunca le pagaron y simplemente desaparecieron, engañándola de manera despiadada.
Esta traición agravó aún más su situación. La falta de apoyo de aquellos que alguna vez llamé amigos se sumaba a la complejidad de mi retorno. Con la mirada fija en el horizonte, me sumergí en la búsqueda de respuestas y soluciones. La necesidad de reconstruir mi vida se volvía más apremiante con cada día que pasaba.
En una de esas noches, salí con Edith sin tener ningún plan preestablecido. En medio de la ocasión, de repente nos dimos cuenta de que
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sentíamos una atracción mutua. Una noche, en el puente del malecón del Salado, bajo el resplandor de la luna en el agua, nos entregamos a un beso apasionado.
Tenía que enfrentar los fantasmas de una nueva relación; decidimos que ella viviría en mi departamento. Poco a poco, pasábamos encerrados las largas horas de la pandemia, así fuimos encontrando nuestro ritmo como pareja y nos íbamos relacionando más estrechamente.
Los fines de semana los pasaba con mis dos hijos y ahí, nuestra conexión se hacía más fuerte. Edith, a pesar de su juventud, los trataba con un amor desbordante, mostrando un afecto maternal que era evidente.
Los días parecían fundirse unos con otros, y un aura de misterio envolvía todos los hogares. La gente comentaba sobre extraños sucesos: muertos abandonados que despertaban, vacunas que tenían metales, que los vacunados morirían en seis meses, que era un complot por acabar con la humanidad, plantas que florecían en invierno, animales que parecían comunicarse entre sí de manera inexplicable y sueños que se volvían realidad.
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Con el pasar de los días, nos acostumbramos a convivir con esta nueva normalidad, donde la muerte se volvía simplemente parte de la vida diaria.
Mi amada Edith, siempre inquieta y curiosa, se sumergió en su trabajo con el master Valero. Juntos intentaban descubrir qué había desencadenado aquella distorsión en nuestro mundo. No pasó mucho tiempo antes de que descubrieran un patrón inusual en los eventos.
Resultó que aquel año, cuando el mundo se vio forzado a recluirse tras las fronteras cerradas, se generó una extraña convergencia de energías. Esta energía, un híbrido entre la desesperación humana y la unión global por la supervivencia, había creado una especie de brecha en el tejido de la realidad.
El master Valero, en su afán de desenterrar los secretos olvidados en la caverna, contactó a Ramón Ruiz para emprender una nueva incursión. La ilusión de recuperar los collares y las pulseras dejados atrás en la osamenta, encendió una llama de intriga y curiosidad en cada uno de nosotros. Una conversación telefónica entre Valero, Ruiz y Karol Franco detonó una reacción en cadena,
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extendiéndose la invitación a la exploración a Gisella Gómez y Edith Leroy, alcanzándome con un llamado inesperado.
La noticia de adentrarnos de nuevo en la cueva agitó nuestras emociones. Realizamos análisis meticulosos y estimamos que nos tomaría alrededor de diez horas llegar al objetivo. Esto implicaba que, sin contratiempos, estaríamos de vuelta a la superficie para el siguiente día, ascendiendo con la luz del sol. Nos preparamos con antelación para llevar a cabo la expedición en unos sesenta días.
El tiempo transcurría, hasta que llegó el momento de enfrentar nuevamente a la cueva. Hicimos los seis, el mismo recorrido en un pequeño auto hasta Limoncocha, allí contratamos la lancha y un colono que nos guiara hasta la casa de José, en medio de una fuerte tormenta, la cual estuvo presente durante todo el trayecto; la lluvia hacía resbalar nuestros pasos y creaba obstáculos en nuestro camino, desafiándonos con cada gota que caía del cielo. A pesar de la tormenta llegamos a las diecisiete horas, el exterior, la casa de José se presentó como un refugio acogedor que nos ofrecía respiro.
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La tormenta, con sus rugidos y relámpagos, parecía un presagio de los desafíos que nos aguardaban en la cueva. Nos refugiamos en la casa de José, donde la calidez de su hogar contrastaba con la tormenta que azotaba fuera. Mientras compartíamos anécdotas y preparábamos el equipo necesario, la energía en la habitación vibraba con una mezcla de emoción y aprensión ante la aventura que nos esperaba bajo tierra.
Cuando lo vimos, estaba contento, tenía a su nietecita, la hija de María, en sus brazos; nos recibió muy alegre. Nos contó que su vida ahora era muy complicada: los hijos se habían revelado después de no verlo tanto tiempo, la pandemia había reducido notablemente el número de turistas y, además, había tenido que enfrentar la muerte de su esposa, la amable señora María, a causa del Covid-19.
José recibió con agrado la propuesta de internarnos nuevamente en la cueva. Él no había vuelto a ella desde aquel momento en el que todos emergimos trasladados en el tiempo. Con la ayuda de sus hijos y vecinos, bajamos nuevamente al interior de la cueva. En esta ocasión, Gisella se
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agarró bien de las cuerdas para no voltearse en el abismo, consciente de la experiencia experimentada en la incursión anterior.
Mientras descendía, el aire se volvía nuevamente denso, cargado de una humedad recurrente que salía de los despojos de los Tayos, que, inquietos o perturbados por nuestra presencia, comenzaban a revolotear. Con mayor atención pude observar que las paredes rugosas de la cueva, talladas lentamente con las manos del tiempo, exhibían residuos de minerales centenarios, que destellaban como estrellas en la penumbra; otra vez, la oscuridad era dueña de cada rincón, apenas interrumpida por la débil luz de nuestras linternas.
A medida que los ojos se adaptaban lentamente a la penumbra, descubrían sombras que danzaban en las profundidades. Los hábiles murciélagos, guardianes de las tinieblas, se aventuraban audazmente en el aire, creando siluetas inquietantes cuando eran iluminados por las luces de las linternas.
El eco de nuestros pasos se desvanecía lentamente en las profundidades, siendo devorados por el despiadado silencio que reinaba en aquel
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santuario de la naturaleza. Cada respiración era un eco que rebotaba en las paredes de piedra que parecía que nos recibían con agrado.
El río interno, un cauce serpenteante de aguas cristalinas, recorría en ciertos lugares la cueva. Sus aguas seguían murmurando melodías subterráneas, acariciando con su frescura las paredes de roca. En su lecho continuaban caminando las extrañas criaturas ciegas, adaptadas a un mundo de oscuridad perpetua.
En este viaje, podía disfrutar plenamente con la presencia de Edith a mi lado. Éramos una pareja elogiada por nuestros compañeros de aventura, y en esos momentos de pausa, nos refugiábamos en las sombras cómplices para expresar libremente nuestro amor.
Su joven figura se adaptaba con gracia a las formas caprichosas de las piedras, o donde la imaginación y el deseo despertaran. El eco de nuestros murmullos se multiplicaba en la reverberación de ese extenso espacio subterráneo, creando un coro misterioso que se escuchaba en la profundidad de la caverna.
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El ambiente se volvía más denso, impregnado de un aroma terroso y húmedo. La cueva, un universo de sombras y secretos, se abría ante nosotros como un libro de enseñanza que espera ser leído.
A medida que avanzábamos, el tiempo parecía dilatarse, suspendido entre la realidad y la fantasía. nuestros sentidos se agudizaban, captando cada matiz, cada susurro, cada latido del corazón.
Hasta que llegamos a aquel muro de piedras donde Edith descubrió el pasadizo hacía una nueva recamara, estaba cambiado, lo habían abierto, tal vez cuando nos buscaron dejaron un orificio grande para que ingresen turistas y exploradores, entonces, por ahí ingresamos a enfrentarnos con nuestro pasado. Habían transcurrido once meses desde que habíamos estado aquí.
En nuestra travesía, el equipo experimentaba sensaciones inexplicables, una conexión íntima con fuerzas creadas en nuestra mente, que parecían guiaban nuestros pasos en aquel santuario subterráneo.
Luego de caminar unos veinte minutos, los seis llegamos a aquella entrada donde se encontraba la osamenta. Ramón Ruiz procedió a deslizar
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aquella gran piedra y, de pronto, en la oscuridad, nuevamente interrumpimos el sueño de aquellos seres iridiscentes y alados que tenían forma humana. Despertaron y poco a poco comenzaron a encender sus luces y salir volando.
La escena era surrealista: las luces de los seres subterráneos iluminaban la caverna, creando destellos en las estalactitas y estalagmitas que parecían responder a su despertar. La cueva cobraba vida con la presencia de estas criaturas míticas, como si fueran guardianes de un reino oculto.
Una vez más, nuestros ojos escépticos observaban la escena que confundía lo real con lo fantasioso. Miles de diminutos seres mágicos emergieron de nuevo, dispersándose en el aire y parpadeando con sus luces en la oscuridad, formando la misma nube resplandeciente que antes iluminó la cueva. Estas intermitentes luces, nos permitían contemplar el inmenso vacío del subterráneo, igual que meses atrás, ascendieron hacia el corazón de la caverna, desvaneciéndose lentamente en las profundidades de la oscuridad.
El master Valero y Ramón Ruiz se acercaron al esqueleto, este era una huella y testimonio de vida en un tiempo remoto. Los restos óseos, revelaban
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la presencia de un antiguo habitante de aquellas tierras. Los collares andinos que adornaban aquellos huesos, eran testigos mudos de una cultura olvidada en las brumas de la cordillera de El Cóndor y del tiempo.
Las vasijas de barro reposaban junto a los despojos mortales de aquel aborigen. Sus diseños intrincados y colores vívidos nos dejaban teorizar historias de rituales ancestrales, ceremonias que se realizaban con devoción; cada detalle, desde los adornos hasta las vasijas, hablaban de tradiciones y creencias perdidas en el torbellino del tiempo.
En cierto momento inesperado, un lamento agudo rompió la calma, surgió progresivamente desde la profundidad del vacío. Era un silbido penetrante, que resonaba hasta los confines del alma. A su llamado acudieron legiones de criaturas aladas, murciélagos en una huida frenética revoloteando sobre nuestras cabezas. Sus aterciopeladas alas batían con urgencia un presagio mudo que apenas susurraba la tragedia por venir.
La tierra, comenzó a retorcerse bajo nuestros pies, sonidos imperceptibles comenzaron a escucharse estruendosamente desde las
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entrañas de la cueva, era como un lamento en una ceremonia indígena que no quería que nos acerquemos a la osamenta. El suelo, fiel guardián de secretos transitados, comenzó a moverse bajo una presión invisible que lo agitaba. Un crujido sordo acompañaba cada quiebre, era un eco de dolor que precedía al caos telúrico.
Nuestros corazones latían en un compás desenfrenado, el pánico, en el rostro de las mujeres se podía ver el terror como que estuvieran pintados en un lienzo macabro. Sus gritos se mezclaban como melodías en un concierto de desesperación, era como una lúgubre melodía discordante que llenaba el aire con la angustia que aprisionaba sus almas.
En aquel momento, un estruendo sacudió la oscuridad y el aroma del polvo se filtró en nuestros sentidos, mientras las luces, nos permitían ver el baile incesante de las partículas suspendidas en el aire.
Corrí instintivamente para proteger con mi cuerpo a Edith. Ella se dejó envolver, el temor la dominaba, pero también se refugiaba en mi presencia como un pájaro se refugia en un árbol en medio de la tormenta.
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En medio de este batido de caos, la voz del master se escuchó como la luz esperanzadora de un faro en la desgarradora tormenta; su voz se propagó en medio de aquel estruendo y se convirtiera en un haz luminoso que cortaba la densa oscuridad del pandemónium.
—Corran, ¡es un terremoto!, ¡salgamos de aquí!, olvidemos todo de esta cueva.
Inmediatamente escuchamos el llamado de José, enseñándonos un punto de referencia, este llamado fue una guía en el vendaval que nos invitaba a buscar la calma en medio de la adversidad.
—¡Vengan!, por aquí, —gritó José, halando a las mujeres.
Era un terremoto con una magnitud que nunca habíamos experimentado, las rocas del macizo se desprendían, cayendo peligrosamente sobre nuestras cabezas, así que correr por nuestras vidas, era correr hacia ningún lado; con la ayuda de José, nuestro guía llegamos al muro que dividía a esta recamara, pero, aparentemente el movimiento telúrico lo había cerrado.
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Mi novia, la espeleóloga Edith Leroy, de forma intrépida buscó un lugar que nos permita pasar. La tierra tembló por el lapso de un minuto, eran las diecinueve horas, cuando Edith, desde el otro lado me llamaba aterrorizada.
—Pablo, aide-moi, ¡No puede ser! ¿Cómo llegaron?
Quise ir para socorrer a mi amada, pero el master me detuvo. Dejé que él fuera primero, como líder del grupo. Desesperado, iba detrás de él, incluso recibí un golpe sin querer en la cara cuando reptaba despacio debido a su edad y contextura.
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CAPITULO NUEVE
Edith seguía gritando, cuando el master llegó, lo escuché preguntar:
—¿Y, y, ustedes que hacen aquí? ¿quand ils arrivèrent?
—Y luego escuché voces de mujeres hasta que reconocí la voz de Hanz Zimmermann.
Cuando salí, me encontré con los tres científicos: Hanz, y las doctoras Pizarro y Hellen Smith. Corrí para abrazar a mi novia, quien lloraba desconsoladamente. Detrás de mí venía Ramón, quien quedó petrificado al ver a esos “fantasmas”, desconcertados por nuestras reacciones.
—¿Pero ¿qué hemos hecho? —preguntó Victoria Pizarro. —¿Qué les pasa? —indagó también Hellen Smith.
Al salir Gisella Gómez, dijo:
—¡Mira! ...y yo que casi no vengo, ¡se imaginan el quilombo que me hubiese perdido! — exclamó con sorpresa.
La ambientalista Karol Franco, al ver que Hanz Zimmermann se le acercaba para ayudarla, comenzó a gritar de terror.
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Todo era un momento de caos y confusión hasta que el master gritó:
—¡Silencio todos! Le pregunto a Hanz, Pizarro y Smith, ¿cómo llegaron hasta aquí?
Al salir nuestro guía José, quedó perplejo; sus ojos se desorbitaron mientras miraba con su linterna los rostros de los tres científicos.
Ellos se miraron incrédulos, y Pizarro respondió al master:
—¡Ostia tío!, ¡pero si te hemos dicho que te esperaríamos aquí! ¿Qué te sucede?
—Haber, déjame preguntar —dijo Ramón Ruiz—, es decir, ¿ustedes nos han esperado aquí casi seis años?
Zimmermann replicó,
—¿Seis años? ¡Du bist sehr verrückt! ¡Tú estar mucho loco!
Casi al borde de entrar en llanto, Hellen Smith preguntó:
—¿Qué clase de broma es esta? ¡Nos están volviendo locos!
Edith, a mi lado, lloraba desconsolada. Nadie comprendía qué estaba pasando.
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—Señores, razonemos y hagamos una línea de tiempo, manifestó Valero, al tiempo que sacaba una libreta de papel de su mochila, —Hanz, hace seis años llegaste hasta aquí con nosotros, ¿Quién los…?
—La pregunta fue interrumpida por Zimmermann quien dijo: —Was für ein Wahnsinn. Hace seis años yo no he estado aquí—, respondió enojado.
—El día de hoy, ¿cómo llegaron hasta aquí?, ¡porque nosotros no los vimos al pasar!
—¡No sé lo que pasa!, pero llegamos con ustedes y claramente le dijimos a usted que aquí los esperaríamos, —manifestó Pizarro, dirigiéndose a Valero.
—Entonces, ¡el terremoto!, —murmuró Ruiz.
Vi hacia la profundidad de la cueva y pude distinguir una luz intermitente; era uno de los señuelos que había dejado Leroy. Entonces, comencé a razonar:
—¿Será que el tiempo está jugando nuevamente con nosotros?, —pensé.
—¿Hace que tiempo, los dejamos aquí?, —preguntó el master a Karol.
Mirando su reloj, Hanz respondió:
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—Ustedes entraron a las dieciséis horas cuarenta y cinco, son las diecinueve horas con diez minutos, han estado allí, dos horas con quince minutos; porque el temblor fue a las dieciocho con cincuenta y ocho.
—¿Qué fecha es hoy?, —preguntó desesperada Leroy.
—Hoy es sábado dieciséis de abril, manifestó Hanz.
—¿De qué año?
Hanz, incrédulo por la pregunta, respondió con desgano.
—Dos mil dieciséis.
Edith, llorando se lanzó a mis brazos, y me dijo:
—No quiero volver al pasado, quiero seguir viviendo contigo, estoy acostumbrada a ti.
El master ordenó que avancemos para ver que con que sorpresa nos encontraríamos, ante el desconcierto de todos emprendimos el trayecto de regreso a paso ligero, recogiendo las luces señuelos, que solo inferían una cosa, que estos fueron colocados poco tiempo atrás.
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En mi mente, se adentraron cientos de ideas, temía que explotara con la complejidad de mis pensamientos. Estaba enamorado y habituado a la compañía de Edith, pero me cuestionaba con qué panorama nos enfrentaríamos en el recorrido, mientras avanzábamos mis pensamientos se entretejían con las respuestas curiosas de Hanz, Pizarro y Smith.
En el camino, a cierta distancia, pudimos observar las luces en movimiento de linternas que se acercaban hacia nosotros. Sus trajes fosforescentes brillaban en la oscuridad, indicando claramente que también nos estaban visualizando de manera similar.
—Hola, hola doctor Valero, —gritaron desde cierta distancia—, ¿están todos bien?
—Sí, —gritó el master—, estamos bien
Al acercarnos, identificamos a un grupo de cuatro rescatistas guiados por Juan, el hijo de José, que venían en nuestra ayuda. Padre e hijo se abrazaron efusivamente, y nosotros comprendimos la significación de esas lágrimas de emoción en los ojos de José. Su hijo, el hombre de veintidós años que nos ayudó a entrar a la cueva el día anterior, hoy era el mismo adolescente de
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diecisiete años que habíamos conocido cinco años atrás u ocho días anteriores. La distorsión temporal había impactado no solo en nosotros, sino también en aquellos que quedaron fuera de la cueva.
Es decir, el tiempo había revertido aquel suceso, dejando los recuerdos del futuro impregnados en nuestras mentes. Había retrocedido como olas del mar, borrando toda huella, los hechos, las memorias y hasta los actos que habíamos presenciado y experimentado en ese lapso de tiempo alterado.
Con mucho tino y habilidad, José preguntó a su hijo:
—¿Y tu mamá?, ¿cómo está?
—Bien papá, está bien, todos estamos bien.
—¿Cuándo fue la última vez que la viste?
—Hoy en la mañana.
Nos miró, como aceptando nuestra aprobación. Lo abrazó con tanta ternura que solo los padres que hemos sufrido la rebelión e indiferencia de los hijos podemos entender. En sus ojos, renació una luz de esperanza y satisfacción, revelando que ahora tenía la oportunidad de enmendar el
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futuro con amor. La conexión entre padre e hijo trascendió las incidencias del tiempo, ofreciendo una lección de empatía y redención.
Esta escena, resaltaba la capacidad humana de superar desafíos y encontrar consuelo en la reconstrucción de relaciones. Un recordatorio conmovedor de que, incluso en la complejidad del tiempo, el amor puede ser un puente hacia la reconciliación.
Mi dilema entonces radicaba en la incertidumbre de cómo se habrían movido las piezas en este juego de ajedrez de mi vida. ¿Qué depara el destino para la mujer que estaba a mi lado y a donde irían mis sentimientos que, amorosamente, se habían volcado hacia ella?
Las preguntas fluían como corrientes turbulentas en mi mente, cuestionando el rol que el guion de mi existencia me había impuesto. En este nuevo capítulo, me enfrentaba a la necesidad de actuar y aceptar las transformaciones que la distorsión temporal había escrito sobre las líneas ya escritas en las páginas del cuaderno de mi realidad.
La llegada a la catedral fue recibida con sorpresa y alivio por parte de los miembros del segundo campamento, que nos aplaudieron
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preocupados por nuestra integridad después del sismo. Sin embargo, la interrogación nublaba nuestros pensamientos. Horas atrás, esta misma sala estaba vacía cuando la atravesamos, lo que sugería que el tiempo nos había traído de vuelta, o quizás; había elaborado un entramado aún más complejo en nuestra realidad alterada.
Aquella noche marcó el final de mis momentos compartidos con Edith. Nos amamos, lloramos y soñamos juntos, prometiéndonos que, en algún día y en cualquier lugar, nos encontraríamos para volver a amarnos.
Ahora, un dilema abrumador se apoderaba de mí: ¿Bertha, mi esposa, sentiría el mismo amor hacia mí? La incertidumbre de cómo sería recibido, y cómo sería capaz de enfrentar los cambios en las vidas de aquellos a quienes amaba, se convertía en una carga emocional difícil de llevar.
La mañana siguiente, un joven del grupo de avanzada nos informó sobre el sismo. El epicentro se localizaba en Pedernales, Manabí, con una intensidad de 7,8 y réplicas de hasta 6,5 que se sintieron en todo Ecuador. Curiosamente, este terremoto ocurrió justo en el momento en
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que el master Valero iba a sacar los adornos al esqueleto. La coincidencia de estos eventos naturales y sobrenaturales nos dejó perplejos
Nos tomamos una foto en grupo y continuamos el recorrido en silencio, avanzando delante de los integrantes del equipo de abastecimiento. Al llegar a la chimenea, el punto de extracción, vislumbramos la luz radiante del día; en la agonía de su caída, el haz parecía luchar contra las sombras que se ciernen a su alrededor, delineando su contorno con una pulcritud casi artística. La cueva, antes envuelta en un manto de oscuridad absoluta, revela sus secretos más recónditos con una timidez melancólica.
Nos subieron utilizando la técnica de rappel inverso, jalando las cuerdas con fuerza humana. Mientras ascendía, recordaba vívidamente que ya habíamos hecho este recorrido antes; veía pasar ante mí las mismas piedras de colores, musgos y pequeños animales que habitaban ese espacio.
El emerger de la cueva, fue un renacer desde las entrañas de la tierra hacia el extenso lienzo del cielo. El contraste era abrumador; una explosión de luz envolvió mi ser, como si los ojos, acostumbrados a la penumbra, fueran repentinamente bañados por una cascada de
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luz radiante. Cerré los párpados un instante, permitiéndome adaptar lentamente mi visión a la brillante claridad del exterior.
El aire fresco acarició mi sudado rostro, era una bocanada de libertad tras haber respirado la atmósfera densa y cerrada de la cueva. Cada inhalación era un recordatorio de la inmensidad del mundo exterior, impregnado de aromas que flotaban en la brisa: la tierra húmeda, las fragancias silvestres, la promesa de la vida al aire libre.
El cielo se extendía sobre mí como un cuadro de color azul profundo, salpicado de nubes blancas desenfocadas que parecían pintadas con trazos ligeros. Mis ojos se perdieron en ese infinito horizonte verde, que contrastaba con los colores ocres de las rocas confinadas de la cueva, y la sensación de infinitud me envolvía en un fuerte abrazo de libertad.
Me acerqué a Edith con la esperanza de encontrar consuelo en su abrazo, pero en lugar de eso, me esquivó. El rechazo y la indiferencia penetraron profundamente, generando un dolor agudo en mi pecho. La confusión que compartíamos todos en el grupo se reflejaba en sus ojos y en los gestos de quienes nos rodeaban.
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José, fue uno de los últimos en ascender, mostró una emoción palpable al reunirse con su esposa, a pesar de que, en el abismo temporal que nos separaba, ella ya no estaba viva. La pobre mujer, ajena a este extraño fenómeno, parecía sentir vergüenza en medio de la multitud, cuando José la abrazó con pasión, como queriendo recuperar el tiempo perdido; también abrazó con emoción a María y a Anita, la niña de nueve años, en un gesto lleno de amor y confusión.
Con un desconcierto natural, nos dirigimos a la hacienda de José. El equipo de avanzada utilizó un teléfono satelital para informar a Mark Zuckerberg que ya habíamos sido extraídos. Zuckerberg se encontraba en una hostería amazónica, maravillado por la exuberante flora y fauna de nuestro país. El master nos instó a no comentar sobre esta extraordinaria experiencia, ya que sabía que nadie nos creería. Pasaron aproximadamente tres horas hasta que el inconfundible sonido de motores de dos helicópteros captó nuestra atención.
Fue impresionante el despliegue de seguridad. Se bajaron seis guardias armados que se colocaron en posición de alerta. Luego, le indicaron que salga de la nave. Zuckerberg bajó con su esposa
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Priscilla, y aunque quise grabar el encuentro, me pidieron que no lo hiciera. Nos encontrábamos sentados en el suelo de la cabaña, donde se colocaban las tiendas de campaña, y Mark se acercó para saludar a cada miembro del grupo de manera cercana y personal. Luego, se sentó en el suelo con nosotros, creando un ambiente relajado y distendido.
De un helicóptero descendieron bandejas cargadas de piqueos. Las notas intensas del caviar se mezclaban con la delicadeza marina de los camarones, dispuestos con esmero en una sinfonía de sabores y colores. Las bandejas, obras maestras de la gastronomía, eran un mosaico visual que anticipaba el festín que estaba por desplegarse.
Las copas de champaña, transparentes y cristalinas, resplandecían bajo el sol, lanzando destellos de luz que reflejaban con cada burbuja efervescente, las botellas de champaña, exhibían etiquetas elegantes que prometían una experiencia de sabor única. El brindis se convirtió en un ritual solemne
Zuckerberg hizo el brindis por la vida, los negocios y el amor.
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—I want to thank all the collaborators who, with their talents, seek ways to help improve our world. Cheers to all of you!
Las copas chocaron con un sonido cristalino que retumbó en el aire. El líquido dorado se elevaba en las copas, reflejando los rayos del sol en las burbujas que ascendían hacia la superficie.
El master también expresó:
— “Time is such an interesting companion, isn’t it?” — Alzando su copa hacia nosotros y mirando a Marck, continuó. — “Sometimes it propels us forward, other times it challenges us, but it always offers us the opportunity to learn and grow. ¡So let’s toast to time and being here right now, ready to make the most of it!”
Luego de almorzar, Marck tuvo una reunión con los científicos, estaba obsesionado por la historia del padre Crespi:
El Padre Carlo Crispí fue un sacerdote italiano fallecido en 1982. Dedicó gran parte de su vida en ayudar a la comunidad indígena en la región de Cuenca. Además de su trabajo religioso, se interesó en la arqueología y la etnografía, recopiló
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una impresionante colección de artefactos y objetos antiguos, muchos de los cuales se presume que eran de origen precolombino.
Su colección ha sido objeto de controversia y teorías especulativas, generando interés en la posibilidad de civilizaciones antiguas en la región.
Zuckerberg se marchó, igual que como llegó; el equipo de avanzada nos tenía preparadas las lanchas que nos llevarían hasta Limoncocha, y allí nos esperaba la Van que nos llevaría de regreso hasta Guayaquil.
Realicé las últimas tomas con el dron, aprovechando el cielo despejado; durante el trayecto, quedé fascinado al presenciar cómo la lancha desafiaba la corriente del río Santiago. La fuerza del agua, al enfrentarse con ímpetu al avance de la embarcación, generaba un espectáculo de chapoteos y saltos salpicados contra el casco de la lancha.
Miré a Edith, iba con la mirada dolida, fija, no disfrutaba de la brisa fresca que llegaba con cada salto de agua que quedaba suspendido en el aire, como nuestros sueños.
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Cuando finalmente conseguí señal en mi teléfono, no dudé en llamar a mi esposa, Bertha. Sin embargo, una inquietud se apoderó de mí cuando noté que no respondía. Subimos al transporte, y con el anochecer, emprendimos nuestro viaje.
Fue entonces que, en medio de la penumbra, mi celular; mi pulso se aceleró, y un nerviosismo palpable se apoderó de mí mientras me disponía a responder.
—Hola mi amor —respondí con alivio en la voz. —Mijo, qué gusto escucharte, estaba preocupada por ti. —Lo siento, amor, la señal por aquí es prácticamente inexistente. —Sí lo sé, llamé a la Universidad para averiguar por qué no tenías contacto, y me informaron que no había señal en tu ubicación. —¿Cómo está esa barriguita?
Así transcurrimos un buen rato conversando. Me comuniqué con mi hijo, siendo consciente de que, al llegar, ya estaría dormido.
—¡Que alegría!, regresa mi héroe, —lo escuché gritar al despedirse.
El reloj marcaba el final de nuestra odisea, y mientras la oscuridad de la noche nos abrazaba, entendí que el tiempo no había sido un eficaz hipnotizador del olvido. A lo largo de nuestra travesía, las piezas del rompecabezas parecían encajar de nuevo en su lugar, pero quedaba dentro de mí la sombra de lo que nunca llegó a ser.
Edith me observaba de reojo, y en ese gesto, descubrí que el tiempo despiadado, no pudo borrar los recuerdos que anidaban en nuestras mentes. Eran como tesoros enterrados en los pliegues más ocultos de nuestra mente; vivencias que, pese a que nunca se materializó, seguían latiendo con la intensidad de lo vivido.
Quizás lo que compartimos fue solo una ilusión, una quimera, una serie de instantes que solo existieron en nuestros sueños compartidos. El recuerdo de esas vivencias volvía a mí en cada luz que se proyectaba en la oscuridad del trayecto, que fue testigo de nuestra historia inconclusa.
Y así, en el ocaso de nuestra travesía, comprendimos que la realidad y la fantasía, los recuerdos y los sueños, se mesclan en una historia única, imperturbable ante el paso del tiempo. Ahora, mientras nos sumergíamos en la calma del anochecer, solo nos quedaba aceptar la dualidad de lo que fue y lo que pudo haber sido, porque, al fin y al cabo, la esencia de nuestra conexión trascendía las líneas del tiempo, dejando un eco eterno en nuestras almas.
El fascinante mundo subterráneo.
LA CUEVA
DE LOS
TAYOS
“La Encrucijada del Tiempo
“Un viaje al pasado del futuro”
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