MEMORIAS DE MI INFANCIA, ...una historia al estilo de Pablo Dávalos.


   RECUERDOS DE MI INFANCIA
Un relato al estilo de Pablo Dávalos

Los primeros recuerdos que guardo de mi vida están entrelazados en mi memoria con ciertas fechas y lugares: los cumpleaños, el inolvidable sabor del flan El olor a pan recién horneado en las mañanas, y el disfrutar de un dulce caramelo Limber; y sobre todo, los dulces cantos con los que mi madre me arrullaba. Mi infancia fue, como la de muchos otros, llena de amor y cuidado.
Mi primer encuentro con el mar también trajo consigo un momento imborrable. El agua y el cielo se fundían, en cierto momento que jugaba en la orilla, una ola repentina me arrastró mar adentro. Los gritos desesperados de mi madre se perdían en el aire mientras luchaba por mantenerme a flote, pensé que nunca más la volvería a ver. Finalmente, un valiente desconocido se zambulló y me rescató, pero el miedo y la desesperación de ese instante permanecen grabados en mi memoria.
Josefina, una joven manaba, era quien, como toda madre, con infinita paciencia me enseñó a caminar, hablar, escribir y adquirir habilidades. Jugábamos fútbol con una pelota de trapo, me alimentaba y me protegía con una devoción feroz, como una leona cuidando a su cachorro.
Recuerdo las Navidades con luces brillantes y decoraciones festivas. Cada año, mi madre se esforzaba por crear un ambiente cristiano en nuestra modesta casa. Sin embargo, la alegría de abrir regalos se mezclaba con el temor de que mi padre llegara borracho y transformara la celebración en una pesadilla; entonces, el brillo de las luces parpadeantes se posaba en los tristes ojos de mi madre, y en su sonrisa se ocultaba una tristeza que era imposible entender de a mi edad.
Los dulces cantos con los que ella me arrullaba antes de dormir eran como un bálsamo para el alma, y su voz era como la luz de un faro que da esperanzas; pero también eran un recordatorio constante de la fragilidad de nuestra felicidad. Sus canciones tenían un tono melancólico, como si presintiera que algún día nuestras vidas darían un giro irreversible.
Así, en medio de estos momentos preciosos, se forjaba el telón de fondo de una tragedia que cambiaría nuestras vidas para siempre. Cada recuerdo feliz estaba tratado de un temor latente, una sombra que se cernía sobre nuestra pequeña familia, esperando el momento adecuado para emerger y desencadenar una tormenta de dolor y lucha.
Aún la veo caminar llevándome de la mano a la escuela; un día me acompañó con una sonrisa fingida en su rostro, y en sus negros azabaches ojos se reflejaba una preocupación constante. Sabía que enfrentaría a las preguntas de los profesores; si no, que yo, sería la burla de mis compañeros por las sendas marcas de las heridas abiertas que mi padre me había propinado y que aún, ahora de viejo las llevo como medallas, las llevo como cruz, tatuadas en mi espalda y que nunca se borrarán.
Sin embargo, también guardo dolorosos recuerdos de sus gritos desgarradores y lágrimas, provocados por los abusos de mi padre.
Las horas de las tardes en las que él llegaba eran un suplicio, sus ojos rojos como carmín inyectados de furia convertían la cena en un campo de batalla, y mi madre trataba de calmar la tormenta con palabras suaves mientras yo me aferraba a mi plato temblando; porque su sopa debía tener la temperatura perfecta para evitar castigos, el arroz sin una cáscara, (en aquellos tiempos el arroz venía con algunas  cáscaras), y cualquier arruga en su ropa planchada con plancha de carbón significaba problemas.
Pero llegó un momento en que no pude soportarlo más. A los nueve años, me enfrenté a él con todas mis fuerzas, bajé mis dos brazos y cerré fuertemente mis puños y le grité advirtiendo enérgicamente:
—¡Déjala! ¡No le pegues!
Fue en vano, solo fui golpeado y arrojado a un rincón del cuarto, mientras él continuaba su masacre.
Cuando cumplí quince años, en otras de esas tantas golpizas, lo volví a amenazar:
—Si sigues pegándole, te enfrentaré.
Fue un grave error. A pesar de haber estado borracho, tomó un látigo de cuero de vaca y se divirtió golpeándome sin piedad, dejando mi espalda y piernas nuevamente en carne viva. Aún puedo escuchar el zumbido del látigo en las noches que el viento susurra fuerte y en algunas ocasiones, solo en algunas, se me descuelgan ciertas lágrimas de mis tristes ojos.
Llegué a los dieciocho años, estábamos celebrando mi cumpleaños, mi madre había hecho una torta, pero mi padre llegó borracho, como siempre, y la atacó sin razón. Los gritos de mi madre me impulsaron a intervenir.
Tomé un cuchillo con el que estábamos partiendo la torta y le grité: “¡Déjala o te mató!” Ignoró mis palabras y siguió golpeándola brutalmente. De ahí solo recuerdo que me lancé sobre él; el tiempo se detuvo y solo sentí la mano enrojecida de mi madre golpeándome la cara e implorándome que me detenga de apuñalarlo.
Terminé completamente ensangrentado, y fui llevado a prisión.
En el día del juicio, me llevaron al tribunal, era una oficina con enormes ventanas que dejan entrar la luz del sol; cuando entré, solo escuché susurros y murmullos de los presentes.
El Juez Justino Tobar Novillo, sentado en su imponente estrado. Una figura imponente en el mundo real, parecía haber sido creado y extraído de las páginas de un relato al puro estilo de Franklin Briones. Su presencia era tan inusual que era difícil no atribuirle cualidades casi sobrenaturales.
Su cabello canoso, perfectamente peinado, flotaba en torno a su cabeza como una nube de plata que amenazaba con hacer llover. Cada hebra brillaba como un rayo de la tormenta, como si estuviera impregnada en su cabellera la sabiduría de las Leyes.
La gran cicatriz en su rostro era una marca que develaba historias olvidadas. Comenzaba en su frente y se extendía hasta la mejilla derecha; era prácticamente una línea irregular y profunda que parecía haber sido tallada en un tronco por las manos de un carpintero enojado.
 Algunos decían que era la marca de un duelo entre mafias, mientras que otros afirmaban que era un recordatorio de un enfrentamiento que tuvo con un jaguar cuando visitó el Yasuní y convivió con una tribu Waorani, en las mismas entrañas de la Amazonía. Pero, sea cual fuera su origen, la cicatriz irradiaba un aura de misterio y poder.
El ojo faltante de Tobar Novillo era un enigma por sí mismo. En lugar de ser una discapacidad, esta ausencia se convertiría en una fuente de fascinación. El hueco que quedaba en su lugar no estaba un vacío, sino que era una ventana a otro mundo. Cuando lo miras directamente a los ojos y te concentras en el vacío, podrías jurar que veías destellos de estrellas, fragmentos de realidades alternas que se entrecruzaban en su mirada penetrante.
Su andar cojeante, aunque parecía una limitación física, tenía una extraña armonía con su intimidante presencia. Cada paso alterno sonaba en el suelo como un tambor de la tribu Taromenare, marcando como reloj el ritmo de la justicia que impartía. Era como si cada paso fuera un recordatorio de que, a pesar de sus aparentes imperfecciones, su autoridad era inquebrantable y su determinación era vertical.
Sentado como un buda en el estrado, escuchó atentamente los argumentos del fiscal, los informes de la policía, de los testigos y de mis tíos, quienes pedían la pena máxima; su mirada a través del ojo faltante parecía penetrar en los sentimientos de los acusadores y prestó mucha indiferencia al testimonio de mi madre y al mío. Luego de revisar algunos documentos, cerró la biblia y dictó sentencia:
—Por el poder que me concede la Constitución de la República, y por el parricidio cometido en esta ciudad, condeno a Pablo Dávalos, a dos semanas de prisión.
El juez me llamó al estrado y me dijo:
—Saldrás en dos días. Tú tuviste los huevos que yo nunca tuve.



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