El Encuentro
Se sentó frente a la
taza de café, observando cómo el humo ascendía lentamente desde aquella taza
blanca que contenía aquel líquido negro. Cuando respiró profundamente, notó
cómo el aroma se mezclaba con el seductor perfume Daisy de Marc Jacobs que
aquella enigmática mujer llevaba consigo.
En la pequeña habitación,
apenas había una pequeña mesa y dos sillas, una cama con sábanas cuidadosamente
ajustadas, una lámpara descansando en el velador y en el tumbado colgaba un
viejo ventilador que producía más ruido que brisa. Mientras él aguardaba, la
mujer entró a la ducha.
Se habían conocido esa
misma tarde a la hora de la cena en un restaurante cercano. Al verla comiendo
sola, se le acercó y, con un tono inocente, le preguntó:
—¿Puedo acompañarte?
—Por supuesto
—respondió la mujer.
—¿Cómo está la comida?
—preguntó.
Deteniendo el movimiento
de su tenedor justo antes de llevarlo a la boca, apartó delicadamente un mechón
de cabello de su, lo miró fijamente con sus negros y brillantes ojos; él casi
pudo reflejarse en ellos; con una leve sonrisa, apuntando su dedo al plato,
respondió:
—Le sugiero que pruebe
el estofado de carne con salsa rusa; ¡está delicioso!
Sergio llamó al
camarero y siguió el consejo de la misteriosa mujer.
El sol estaba en su
lecho de muerte, abrazaba las paredes de los edificios de la ciudad con sus
rayos rojizos en sus últimos suspiros y su agonizante luz. Después de terminar
la cena, conversaron animadamente, bebieron dos cervezas, rieron y, al final,
decidieron marcharse juntos.
Las luces de la ciudad
comenzaron a encenderse lentamente a su alrededor, mientras un viento fuerte
hacía que las hojas de los árboles se desprendieran y se perdieran en ningún
lugar en particular. Mientras caminaban, compartieron las historias más
notables y reveladoras de sus vidas.
Finalmente, entraron
sin inhibiciones en un antiguo hotel. Él pidió dos condones y una taza de café bien
cargado. Al abrir la puerta de la habitación 322, entraron, y sin pronunciar
una sola palabra, se abalanzaron el uno sobre el otro, como si fueran amantes
de toda la vida.
Recorrió delicadamente
con sus manos el cuerpo de aquella mujer; ella le recordaba a su difunta
esposa; quería devorar con un eterno beso esos excitantes labios que se fundían
desenfrenadamente entre sí; abría sus dedos y los ensartaba en los largos
cabellos negros de Piedad, recorrió con su boca las montañas, abismos, valles,
praderas, ríos y brechas de la pálida piel de la mujer.
Su mente lo
traicionaba, cerraba fuertemente los ojos para traer la presencia de su esposa,
para sentir que la besaba a través de aquella desconocida; aspiraba su aroma y
sentía la misma sensación al tacto cuando deslizaba su mano por toda su piel,
saboreaba el mismo elixir de la boca que tenía su mujer; mientras ella,
excitada se dejaba moldear de las manos de aquel hombre extraño.
Una mucama golpeó la
puerta, llevaba el café; con la cara que se notaba el enojo por haber sido
interrumpido en un momento tan excitante, abrió, extendió la mano para alcanzar
la taza y los condones y sin agradecer cerró la puerta con la punta del zapato.
—Iré a darme una ducha
para que puedas explorarme toda, completamente toda, le dijo de manera sensual
e insinuante, al tiempo que se desabotonaba el último botón de su blusa rosada.
—Listo! Te espero con
muchas ganas Shirley, pe, perdón Piedad.
Ella se hizo la
desentendida, agarró su cartera y entró al baño.
Colocó la
taza en la mesa y se sentó frente a ella, miró con mucha atención como el humo
ascendía lentamente de aquel líquido negro, al respirar profundamente, percibió
que aquel aroma del café, se mesclaba con el perfume Daisy de Marc Jacobs, que
utilizaba en el cuerpo Piedad, él ya había reconocido aquella fragancia; era la
misma que usaba su esposa.
Extendió su
mano para agarrar el asa de la taza y escuchó intensos jadeos de placer que
desgarraba una mujer y que provenían de la habitación contigua; una pícara
sonrisa se dibujó en su rostro y en su mente alentó al hombre:
—“Bien
maestro, delé como a yegua chucara amarrada en estero”.
Miró su mano
y pudo observar como un mosquito se posaba entre sus dedos índice y anular,
esperó pacientemente que le chupara la sangre; el animal comenzó a hincharse
lentamente a punto de reventar con la sangre de Sergio; levantó sigilosamente
su mano izquierda y lo aplastó fuertemente; una leve sonrisa hizo mover su
boca, cogió papel higiénico y limpió las máculas de la mano. Tomó un sorbo de
café, hizo puchero enjuagándose las mejillas y lo tragó.
“Wacka, ¡que
porquería! Viviendo en un país cafetalero y venden al pueblo el bagazo, pura
mierda”, pensó.
Esa
habitación de paso tenía una mesa pequeña con dos sillas una cama con sábanas
blancas bien templadas, una lámpara raída sobre un velador y un viejo
ventilador que botaba más ruido que viento; levemente se pudo oír que caía agua
de la ducha.
Salió
envuelta en toallas, era fácil inferir que estaba desnuda, su cabello húmedo la
hacía ver sensual, su perfume lo atraía y motivaba; era una mujer madura, sabía
bien lo que quería dar y lo que deseaba recibir.
—¿Todo
bien?, —preguntó con una sonrisa
—Sí,
Shirley,
Ella no
quiso rectificar para no caer mal o romper el momento o su fantasía.
—Quiero
amarrarte las manos, —dijo seguro, como un hombre que sabe dominar a una mujer.
—¡Estoy aquí
para complacerte!, —sonriendo se le acercó, puso su mano en la mejilla y le dio
un beso apasionado al hombre.
Sin pensarlo
dos veces, agarró una sábana y la hizo tiras, amarró las muñecas de sus manos
con seguridad en el borde de la cama e hizo lo mismo en los tobillos, le dio un
ardiente beso en la boca y le colocó una ancha tira en la boca. Admirada la
mujer, vio como el rostro del hombre se transformaba; se subió en el frágil cuerpo,
ella quiso luchar, pero Sergio unió sus dos manos apretando fuertemente el
cuello de Piedad a quién se le brotaban desesperadamente los glóbulos oculares
de sus negros ojos de terror.
Le faltaba
la respiración, jadeaba, se movía toda; sabía que era un juego, pero se le
estaba escapando la vida; quiso respirar por la boca, pero no pudo; las muñecas
de las manos le dolían, quería que todo esto terminara; escuchó la sonrisa de
su hija, la vio en su desvarío, recordó que al día siguiente debía llevarla al
doctor, tenía que seguir luchando por su vida, pero no tenía fuerzas; quería un
poco de aire.
Los chillidos
y saltos que emitía la cama, los escuchó con sorpresa la pareja de la
habitación contigua, que relajados compartían un cigarrillo; eran tan excitantes
los gemidos de la mujer que pensaron que era de placer y tuvieron que continuar
amándose.
Sergio,
apretó hasta que sintió que la mujer dejó de luchar por su vida y su cuerpo
quedó inerte; entonces, se acercó al oído y le dijo:
—Shirley,
¿Cuántas veces tengo que matarte?
Limpió las
huellas de todo lo que había tocado, volvió a coger la taza, tomó el último
sorbo de café frío que había en ella, la limpió; abrió la puerta y se perdió en
la oscuridad de la ciudad sin dejar indicios de él.
...¡Tal vez
algún día se cruce en tu camino!
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