Petita y sus otros demonios. (...Un idilio esmeraldeño)

 



PETITA Y SUS OTROS DEMONIOS.

Idilio de un amor

 

Los habitantes de la zona se congregaban a mi alrededor, como si yo fuese un gigantesco imán humano, y sus voces se escuchaban en el aire como graznidos de miles de gaviotas, cada uno estaba ansioso por relatarme su propia versión de este acontecimiento; era, como si sus palabras fuesen eslabones en una cadena de este impactante suceso.

En medio de la multitud, un hombre de piel oscura se destacaba como una figura enigmática. Sus ojos, brillantes como dos gemas ocultas en la profundidad de un bosque encantado, revelaban una emoción intensa. Agitaba los brazos enérgicamente, como si fuese un ave que levantaba su primer vuelo, para captar mi atención.

—La señora Petita está en mi casa—", exclamó el hombre con desesperación. Sus palabras se escucharon como un eco angustiado en el aire, haciendo callar de golpe a la multitud.

La brisa también quería revelarme sus secretos, porque susurraba violentamente, agitando las ramas de los árboles y refrescando el ambiente y llamando mi atención al llevar el polvo de un lado a otro; la luz del sol se filtraba a través de las hojas, creando de manera inexplicable, destellos fugaces que parecían recrear en signos, las visiones de lo sucedido.

Me esforcé por abrirme paso a través de la muchedumbre que me aprisionaba, luchando contra la sensación de asfixia bajo el abrasador sol playero de medio día que me sofocaba, mi camisa estaba empapada en sudor, y tenía la garganta seca de haber tragado e inhalado mucho polvo desde mi llegada. Con firme determinación, me abrí camino hacia el hombre que decía saber del paradero de la señora Petita.

—Ellos han sido mis vecinos durante muchos años—, me explicó el hombre de piel oscura en medio de la algarabía que parecía enredarse con el polvo suspendido en el aire.

—Mucho gusto soy Pablo Dávalos, periodista de El Universo—, lo saludé extendiendo mi mano.

—A mí, me llaman Viterbo Cuabú, buenas tardes—, respondió el moreno.

—Dice que Petita está en su casa—, pregunté ansioso.

—Sí, mi familia la cuida.

—Vamos entonces, lléveme a ver a Petita por favor—, le solicité a Viterbo, un hombre de unos cuarenta años con la piel reseca por el sol inclemente.

Viterbo me miró con ojos cansados, como si llevara sobre sus hombros los secretos de cada habitante de la isla.

Después de un momento de silencio, asintió con solemnidad y comenzamos a caminar hacia el muelle. Vestía el uniforme distintivo de la refinería: una camisa celeste, jean azul con líneas reflectivas y unas descomunales botas color café, que dejaban impregnadas sus enormes huellas en el suelo, levantando una espesa estela de polvo a cada paso.

Finalmente, llegamos donde estaban las embarcaciones de pescadores y transporte que se unían en un ballet acuático. El sol, con su fulgor dorado, pintaba destellos en el agua mientras un grupo de niños jugaba a orillas del brazo de mar. A unos trescientos metros de distancia se divisaba la isla Muisne como una gigantesca hoja suspendida en el agua.

Abordamos una lancha con capacidad para ocho pasajeros, y en cuanto pisé su cubierta, sentí que el casco latía, cómo si tuviese vida; parecía que estaba empapado de recuerdos de todos los viajes que había emprendido. El motor, despertó, emitió un sonido que se asemejaba a un ronquido cansado, era como si fuese un viejo marinero que conocía todos los misterios que oculta el mar.

A medida que nos alejábamos de la costa, el mundo que conocíamos se perdía lentamente en el horizonte, y nos adentrábamos a una dimensión donde la línea de la realidad y lo desconocido era difusa.

A pesar del sol encandelillador, achiné mis ojos y logré ver a una solitaria gaviota que surcaba cansada el extenso cielo azul. Pero a medida que la observaba, creo que mi mente divagó, porque la vi que se desprendía de su peso, sus alas batían con un ritmo veloz y su vuelo se volvía etéreo. La gaviota ascendió en espiral, dejando un rastro de luz resplandeciente a su paso, como si estuviera dándome la bienvenida.

Al llegar a la isla de Muisne, nuestras pisadas en las estrechas y polvorientas calles sonaban como una marcha militar. Las casas, de colores vivos, mostraban lo afanosos que eran sus habitantes. De sus ventanas salían melodías de diversos ritmos que se fusionaban en una sinfonía extraña. La gente, con rostros llenos de curiosidad, se asomaba a mirarnos o estaban sentados afuera de sus casas refrescándose en las sombras, y todos nos saludaban amablemente, era como si nos hubiésemos conocido anteriormente.

Principio del formulario

—Aquí es donde vivo, y al lado es donde vivía Petita,

En el rincón de una estrecha calle, se alzaba una pequeña vivienda de un verde limón tan vibrante que parecía teñido con la esencia misma de la naturaleza. Esta modesta morada se destacaba entre las demás por sus ventanas de vidrio que, a pesar de su sencillez, tenía seis pequeños maceteros. En ellos, sobresalían decenas de florecillas de colores variados que se mecían en el viento, como si estuvieran en constante conversación entre ellas mismas.

La entrada de la casa estaba protegida por una puerta metálica, estaba atrancada con una cadena de grandes eslabones, cerrada por un antiguo candado. Nadie sabía qué se ocultaba detrás de esa puerta, pero su presencia intrigante despertaba la imaginación de todos los habitantes del lugar.

Justo al lado, en una vivienda amarilla de dos plantas habitaba Viterbo, pude divisar en el balcón de su casa, que colgaba una linda hamaca tejida a mano, balanceándose suavemente al compás del viento. A su alrededor, helechos juguetones se entrelazaban en la baranda, como guardianes de un jardín secreto.

—Lissette, Lissette abre, vengo con un invitado—, gritó a su esposa desde la calle, para que abra la puerta.

Abrió la puerta un negrito de unos ocho años que contento se abalanzó a sus brazos, él lo suspendió, le dio un beso, pidió que me salude y entramos, se sacó la camisa y se recostó en una hamaca que estaba en el centro de la sala junto el comedor; invitó a sentarme en un viejo mueble de gamuza, el cuadro de la Santa Cena decoraba la pared arriba de la mesa, junto a ella, había un antiguo equipo de sonido con grandes parlantes y un televisor de 72 pulgadas suspendido en una mesita de madera.

—Ausberto, hijo, cómprame una jaba de cervezas y una caja de cigarrillos—. Le ordenó a su menor hijo.

Me senté en un banco de madera y le pregunté:

¿Qué es lo que sucedió?, cuénteme:

Llamó a su mujer y al instante, abriendo una cortina de tela en el centro, emergió una morena de rostro radiante y un aura de magnetismo que envolvió la habitación. Su cabello, largo y ensortijado, caía como cascadas de espirales en un baile de péndulos que desafiaba la gravedad misma.

Los rizos de su melena se movían a cada paso de su cuerpo. Al extender su mano, desprendió la fragancia de Channel No. 5, envolviendo todo el entorno con un aroma embriagador que despertaba los sentidos.

La mujer, vestida con una blusa floreada estilo caribeño, que parecía haber sido tejida con las mismas flores del paraíso, y un jean que se abrazaba firmemente a su figura con una destreza que solo el tiempo y la experiencia pueden esculpir; irradiaba una belleza madura, cargada de misterio y experiencia.

Su presencia era un testimonio de la confianza que se escondía en los detalles cotidianos de la pareja. Cuando se sentó en una silla del comedor, cerca de su esposo, su sonrisa encantadora revelaba un carácter amable, jovial y hasta pícaro.

 

—Mire amigo, en el año 1995, Petita vino de Río Verde con su mamá; las dos eran mujeres muy bonitas, blancotas, como manabas; pero la señora lamentablemente tuvo un accidente: la atropelló un carro por el mercado a los seis meses de haber invadido aquí, al lado; la muchacha, es decir Petita, quedó huérfana a los diecisiete años. Era una jovencita bien guapa, todos los hombres de aquí y de toda la zona, admirábamos su belleza y las mujeres también, ¡diga!

Miró a su esposa y acarició su mano.

—Sí, ella y yo somos contemporáneas, nos dimos cuenta de que su color de piel, su sensualidad y belleza atraía a los hombres; llegamos a tener una excelente amistad, prácticamente se crio con nosotros—, manifestó la mujer.

En ese momento llegó su menor hijo arrastrando la jaba de cervezas; Lissette lo ayudó y trajo tres vasos y me brindaron uno.

—Yo no tomo—, les dije mirando a la pareja; —pero si le agradecería un vaso con agua, por favor.

El hombre se pegó una fuerte carcajada y bromeando me dijo:

—Ahhh, caramba! Con el agua se me puede oxidar, ¡hombre!; en cambio la cerveza es solo para refrescar, ¡tremendo calor que ha hecho hoy!

De verdad que estaba sediento, cogí el vaso y tomé, Aaahhh ¡Que delicioso!, bebí todo el contenido de ese líquido dorado de un solo sorbo.

—¡Vee, si ha estado sediento! —, me dijo pegándose una carcajada contagiosa.

—¿Quiere un poco más?

—Si, por favor.

Llenó nuevamente el vaso y prosiguió, no sin antes prender un cigarrillo y empezar a fumar.

—Ausberto, váyase adentro, no ve que estamos conversando personas mayores; ¡vea! — regañó el padre al muchacho, quien salió lentamente arrastrando sus zapatillas, sin apartarme la vista.

—Trabajó en una camaronera cerca de aquí. Para un carnaval, le dio la locura de ir a Atacames; se había hecho amiga de unos gringos, tal vez ilusionada anduvo todo el día con ellos. Usted sabe, ellos andan con droga, le invitaron trago; caminaron hasta Sua, que está muy cerca; en el trayecto la violaron.

Me impacté; le pedí más cerveza y continuó la mujer.

—Ella me hizo llamar, pues no tenía familia; fuimos con mi papá, quien descanse en paz, y la llevamos al hospital; había sufrido una brutal violación por tres  o cuatro sádicos, que mejor ni le cuento; a los dos meses y medio la acompañé hacer unos exámenes y en ellos salió que estaba embarazada.

Toda la negrada de por aquí quedó asombrada al verla preñada, pues nadie le había conocido novio; parecía cabuya con nudo, parecía una de esas muñequitas que son caras, ¡diga ve!

Yo sentía que me ahogaba al respirar todo ese humo que expulsaba; él sin inmutarse botaba las cenizas en el piso y la pisaba con sus anchas botas; yo no concebía como podía fumar con este infernal calor.

—Cuando tuvo a su niño Robinson fue la mujer más dichosa y feliz del mundo. Su amor maternal era un río interminable que fluía hacia esa pequeña criatura—. Me explicaba Lissette, —Dedicó su vida entera, las veinticuatro horas de cada día, a su cuidado, convirtiéndose en el faro que iluminaba su camino.

Sin embargo, la fortuna pareció diluirse con la felicidad. Robinson, para su infortunio, nació con una fragilidad que no era natural. Enfermizo desde sus primeros días, pasó más tiempo en el hospital que en su propio hogar. A lo largo de su corta vida, sufrió todas las enfermedades imaginables, como si hubiera decidido recorrer todo el catálogo de afecciones habidas y por descubrir.

Una de las enfermedades más crueles que afligieron a Robinson fue la que los huesos se rompen solos; ¿cómo es que se llama?

La respuesta fluyó desde lo más profundo de mis recuerdos:

—Osteogénesis—, pronuncié mientras llevaba la cerveza a mis labios.

—Sí, si, ¡esa!, la misma, Osteogénesis, —repitió la mujer

—Además tenía unas erupciones raras en su piel; el niño creció flaquito, tenía un aspecto frágil desnutrido y demacrado, pasaba la mayor parte de su tiempo conectado a una maraña de tubitos de sueros, como si estuviera anclado a sufrir en este mundo, donde luchaba con la vida misma por sobrevivir.

Compartíamos todo con Petita y su niño, llegaron a formar parte de mi familia, un día mi papá le preguntó:

—¿Por qué Robinson no va a la escuela?

Las palabras de Petita resonaron en mi mente como un enigma:

—¿Para qué va a ir? ¡Si yo puedo enseñarle!

—No, no, si, si fue a la escuela, mi vida—; la interrumpió Viterbo—, recuerda que un tiempo fue a la Escuela Velasco Ibarra.

—Ahh, si, si, cierto, cierto; pero solo lo envió unos seis meses, y luego lo retiró, porque los compañeritos le hacían “burlin”, le pegaban y venía “todititito” chorreado, ¡haber, diga ve!, —asentó la mujer, al tiempo que se agachaba a servirse mas cerveza.

Fue prácticamente un apostolado en el que se involucró esa mujer, se entregó al cuidado de esa criatura, ¡diga ve!—, prosiguió el esposo, —todo lo que ganaba lo invertía en medicinas para el niño o para el pago en la farmacia; siempre tenía que salir corriendo, como alma que se la lleva el diablo, al hospital con el bebé en brazos hasta en las madrugadas.

—Y eso que es peligroso cruzar al otro lado en la noche, no hay lanchas; ella llamaba a don Klinger “el lanchero”, para que la llevé al continente y poder llegar a la casa del doctor Cotera, porque aquí en la isla no hay médico ¿verda´ mijo? —, exteriorizó la mujer.

Viterbo buscó el destapador en todas partes y no lo encontró; cogió una botella y la destapó con los dientes y me sirvió más.

—El niño estaba destinado a una vida de reclusión, permanecía rodeado en las paredes de su hogar, rara vez se aventuraba ir más allá de los límites de su patio. Cuando tuvo cuatro años de edad, sus pequeñas piernas estaban atrapadas en una tira de fierros y correas, eran una especie de jaula que lo tenían atrapado a él y a todos sus sueños, anhelos y esperanzas.

Su voz, parecía el chillido de loros exóticos en la selva. Era una voz que parecía que arrastraba, como eslabones de cadenas, toda la tristeza de su ser, como que sabía que estaba destinada a retumbar solo en el mundo interior de su casa.

Robinson, con sus ojos curiosos que brillaban con la intensidad de una estrella solitaria en el vasto firmamento nocturno, observaba con envidia a los niños que gritaban, bailaban y jugaban en la tierra fuera de su casa. Anhelaba unirse a sus risas y explorar el mundo que se extendía más allá de su prisión doméstica. Sus deseos se alzaban al cielo, como una larga hilera de humo, desafiando las barreras físicas que le impedían explorar el mundo exterior.

En el instante que Lissette, me compartía su historia, Viterbo, con una leve sonrisa y una expresión de complicidad, llenaba su vaso con cerveza, como si el líquido dorado hacía fluir los recuerdos y sacar a la luz los secretos que rodeaban a Robinson y su extraño destino.

Ella pidió a su esposo que le prendiera un cigarrillo; ahora sería más humo que yo respiraría, lo agarró con elegancia y se lo puso en la boca, aspirándolo lentamente, al expulsar el humo hacía mi de una manera despiadada, continuó el relato.

—Pero mi amor, tú tienes las patas chuecas, no puedes correr en el polvo, eres alérgico, después en la noche no puedes dormir, le explicaba al niño con paciencia; mejor, cierra la ventana y ponte a leer, ordenaba Lissette a Robinson.

—Perdón amigo ¿cómo es que era su gracia? —me preguntó Viterbo.

—¿Mi gracia? —, intrigado repetí.

Lissette riéndose me explicó:

—Ve, Que como se llama usted; su nombre, es que ya se le olvidó su nombre.

—Ohh, ohhh, me llamo Pablo, Pablo Dávalos—, y les extendí mi tarjeta de presentación.

—Eso si Pablo, Petita nunca maldijo su situación y mucho menos a su hijo, que era su vida.

Pero si nos sorprendimos cuando en un apareció con una niña casi de la misma edad de Robinson; habrían tenido en ese tiempo unos cinco años. Nos dijo que era hija de un hermano de ella, de quién nunca habíamos escuchado, que vendría por ella; pero nos admiramos más cuando nos dimos cuenta de que aquella niña no hablaba español; un vecino que sabe de eso nos dijo que ese idioma era francés.

—Mijo, acuérdese, que al poco tiempo ya se le entendía—, le recordó la mujer a Viterbo.

—¡Si, claro!, pasaba todo el día enseñándole a hablar; recuerdas que le decíamos: “lengua mocha”. Hablaba como si estuviese haciendo gárgaras y nos daba chiste escucharla, —expresó Viterbo, acabándose otro sorbo de cerveza—, la niña lloraba todo el día, hasta que se acostumbró a vivir encerrada.

Me comentó la pareja de esposos que aquella niña era conocida por Aline, un nombre simple, pero no común; en Esmeraldas no es raro que las personas tengan nombres extranjerizados y apellidos nativos; luego me enseñaron un viejo álbum de fotos donde estaba un grupo de niños del barrio en un cumpleaños, entre las instantáneas bien conservadas, destacaban dos pequeños protagonistas: Robinson y Aline.

Esas fotografías eran testigos silenciosos de un pasado que revelaba el sufrimiento, la tristeza, la forma de vivir, la inocencia, el misterio y belleza. Aline, en particular, emanaba un encanto sobrenatural. Me llamó mucho la atención una fotografía en especial, en la que estaba sentada, su cabello largo, lacio y caoba, parecía haber sido tejido por las manos de las hadas, y sus grandes ojos vivarachos azules brillaban como el reflejo del mar en un día soleado. Sin embargo, a pesar de su belleza, su sonrisa en las fotografías tenía un matiz de timidez, como si escondiera secretos profundos detrás de su mirada que querían escapar.

Robinson, por otro lado, parecía haber sido tocado por una sombra mágica que hacía dar pena, por frágil y vulnerable. Sus ojos reflejaban un desánimo que iba más allá de su corta edad, como si el peso del destino lo llevara a cuestas.

Cada imagen, era un portal que conectaba el presente con un pasado donde la verdad se había fundido con la mentira, dejándome serias dudas acerca del legado de esa niña.

 —Viterbo, aquí veo que la niña es robusta y tiene buena salud. Al tomar está foto la han obligado a sonreír—, comenté.

—Si, efectivamente, la niña vivía en un mundo donde las obligaciones y la sobreprotección se unían en una realidad desconcertante. Su crecimiento estuvo marcado por amenazas secretas que rodeaban cada aspecto de su vida. Era como si estuviera conectada a su hermano, Robinson, a través de hilos invisibles, vivía de la enfermedad que lo asolaba a él.

Cada vez que Robinson experimentaba una crisis de salud o una alergia, Aline también tenía que someterse al mismo tratamiento, aunque estuviera completamente sana. Las indicaciones médicas que llegaban para él se convertían en mandatos para ella. Si a Robinson le recetaban infusiones de mentol o eucalipto, Aline debía prepararlas y consumirlas también, incluso si su cuerpo no presentaba ningún malestar.

El hombre compartía este relato con un gesto de asombro, mientras encendía otro cigarrillo, como si fumando iba a expiar la culpa de haber callado y no haber parado este secuestro y que guardó en las sombras.

Mientras me servía otro vaso de cerveza, mostré un gesto de agradecimiento y me negué a tomar la bebida. Fue entonces que el hombre cogió el vaso y bebió en mi lugar; solo con escuchar este relato, mi alma se entristecía porque la gente no advirtió los actos y las conexiones tan intrincadas que unían a Aline y Robinson, dos seres atrapados en un destino cruzado de manera incomprensible.

 

—La niña casi no salía, vivía encerrada, para ella no había días festivos, cumpleaños, fiesta ni nada. Usted sabe que nosotros los negros somos gente alegre, de sangre caliente, nos gusta el jolgorio, la rumba, el baile, el bullicio; pero, está niña creció introvertida, con la mirada fija y perdida; si Petita señalaba y le ordenaba “quédate aquí”, ella agachaba su cabecita y ahí se quedaba hasta que la llamara.

Afirmando que lo que manifestaba su esposa, el moreno manifestó:

—Ah, sí, vea Pablo, los invitamos a un cumpleaños de nuestro segundo hijo, la niña quería sentarse en la silla del cumpleañero, decía que era una silla de reyes y princesas; Petita que estaba conversando allí adentro con mi suegra, salió la zarandeó y estrujó como a marioneta; los niños presentes quedaron anonadados; al ver eso me acerqué, entretanto ella le gritaba:

—¡Te he dicho miles de veces que, si te digo que te quedes aquí, te quedas aquí!, ¡me tienes que respetar y obedecer!

Me acerqué a ella, la tomé del brazo y le dije:

—Petita, vamos a conversar; llamé a Lissette y fuimos aquí afuera a esa banca—, Viterbo señaló hacía un viejo banco de madera deteriorada que estaba debajo de un árbol que en algún momento debe haber dado mucha sombra, pero hoy tenía pocas ramas y muchas hojas secas, impregnado en la tierra y los imaginé conversando.

—Mire Pablo; aquí somos pobres, pero no ignorantes; nos damos cuenta de todo y no por ser negros castigamos a nuestra descendencia—, con un tono de voz que fue elevando poco a poco, continuó Viterbo.

—Le dije que exigir respeto y obediencia es humillar, denigrar al niño, que nadie es tan sabio que merezca ser obedecido; “Enséñele a dudar, a cuestionar, a revelarse ante todo lo que le parezca injusto, sucio, cruel, falso y malvado; que trate de que siempre proteja al débil, al niño, a la mujer, al anciano, al discapacitado, al frágil, a la flor, y a serles fiel; que cada amanecer luche por lo que cree, al precio que sea hasta las últimas consecuencias; Lissette, deje que sus niños crezcan libres, que no bajen su autoestima”. Pero, ella cogió a los niños y se marchó.

Lissette llenó su vaso con más cerveza y lo bebió, moviendo la cabeza en signo de negación y apretando sus carnosos labios, como recordando aquel episodio, agarró otro cigarrillo y lo prendió, se cruzó de piernas y dijo:

—Cuando Robinson cumplió 18 años, estuvo trabajando en la gasolinera Mobil que está a la entrada del pueblo; pero usted sabe cómo es la gente; aquí los muchachos son despiertos, algunos son malos, siempre el fuerte se aprovecha del débil; al verlo enclenque, tímido y rengo, le robaron al chico en varias ocasiones y lo botaron sin liquidación; eso fue denigrante para el.

Viterbo y su esposa se habían acabado las cervezas y los tabacos; entonces llamó a Ausberto nuevamente para que compre otra jaba; yo, al ver que esa criatura no podía con el peso y, además, el saber que es prohibido vender licores a menores le propuse:

—Viterbo, vamos los dos a comprar, la jaba es muy pesada para el niño.

—No, no mi estimado, hace mucho calor, ¡él si puede!; así se despierta y se hace fuerte; ¿verdad mijo?, ¡diga ve!.

Lissette apoyando a su esposo me dijo:

—No se preocupe joven, aquí no es como en la ciudad, aquí desde pequeños les enseñamos a colaborar, ¡porque aquí la negrada es bien bandida!, que uste´ ni se imagina, ¡diga!.

Preferí quedarme callado y no causar controversia.

El muchacho caminó refunfuñando; recogió las botellas vacías que estaban en el piso, las colocó en la caja y salió lentamente arrastrando sus pies sin apartarme la mirada.

Elizabeth se paró y fue a traer vasos limpios, al regresar su esposo le hace notar:

—¡Chuzo!, ¡no le pedí los cigarrillos!,

La mujer sonrió y le dijo:

—Ja ja ja, no importa mi amor, lo mandas otra vez, ja ja ja

—Ese negrito se me va a pegar una calentada, veee, diga si o no—; preguntó a su mujer y continuó, —Oiga, la niña a sus 18 años era una belleza; era una muñequita, era toda una “barnie”.

—¡Oye!, ¿Cómo que barnie? —, reclamó la mujer— ¡Barbie querrás decir!

 —Sí, eso, bueno, era bonita; de las pocas veces que salía, llamaba la atención de todos, ¡de todos! Recuerdas mi amor cuando fuimos a Playa Caimito; tu hermana la prestó un traje de baño, se la veía espectacular, y la joven se convirtió en el centro de todas las miradas. Su esplendor era asombroso, ¡diga!.

 Sin embargo, cuando Petita se dio cuenta que la chica despertaba pasiones a los pocos hombres que estábamos en la playa, decidió cubrirla con un blusón. El atardecer, con sus rayos dorados que acariciaban el horizonte, fue testigo de un espectáculo insólito. La joven se sentó en la orilla del mar, y los rayos del sol tejieron un contraluz que convertía su silueta en una obra de arte, como si estuviéramos contemplando una imagen sacada de un calendario divino.

Lissette asentía, dando a entrever que todo lo que contaba su esposo era real y en cuanto pudo hablar, manifestó:

—Ahí es que ella se dio cuenta que en cualquier momento alguien la enamoraría y se la llevaría. Así que al poco tiempo nos llegó con la noticia que Robinson y Aline se casarían. ¡Quedamos sorprendidos!

Llegó el pobre niño arrastrando la caja de cervezas, el padre astuto agarró al muchacho, lo abrazó, lo llenó de besos y le dijo:

—Gracias mi amor, vea; vaya cómprame una cajetilla de cigarrillos que me olvidé de pedirte.

El muchacho salió nuevamente a regañadientes, rascándose la cabeza; Viterbo destapó otra botella con los dientes y me invitó, esos primeros vasos si los tomaba porque estaban heladas; al rato el líquido se pone caliente, sabe a hierba Luisa con sal y no se puede beber.

—Se casaron en poco tiempo; nosotros ahí nos dimos cuenta que Petita habría robado a Lissette a sus padres franceses en algún lugar, para que cuando crezca cuidara a Robinson, su debilucho hijo, por si ella llegase a faltar. Todos estábamos asombrados—, manifestó la mujer; —a pesar no ser hermanos sanguíneos, crecieron juntos; ¡eran hermanos de crianza!, ¡diga!

—La vida marital en ellos no cambió para nada después del casorio, es casi seguro que ni sexo tenían, porque en la adultez Robinson seguía siendo el mismo pusilánime, blandengue y enfermizo y por ende: “el sustento de la farmacia”; la gente burlándose decía que, a costa de él, el doctor Cotera construyó el segundo y tercer piso en su casa—, continuó la mujer.

—El único cambio que veíamos es que como esposos él la agarraba del brazo más tiempo que antes; la mirada de ella seguía triste; nosotros notábamos que la chica necesitaba un hombre que la haga sentir mujer, alguien que aflore y sacié los deseos reprimidos y frustrados desde niña.

Yo estaba sorprendido por lo que la mujer manifestaba, absorbió otro vaso de cerveza, agarró la cajetilla de cigarrillos y la empuñó al darse cuenta que estaba vacía y prosiguió.

—En las continuas idas y venidas al médico, Petita dejó de acompañarlos; los esposos contrataron los servicios de un taxi por mes, conducido por Máximo Estacio, joven moreno de veinte y tres años, jugaba como defensa en el Esmeraldas Petrolero; en sus ratos libres prestaba servicio de transporte. El fornido muchacho de grandes ojos negros siempre tenía una sonrisa a flor de labios, sus blancos dientes resaltaban cada vez que sonreía o hablaba.

Así, contrataron los servicios de un taxi que se convertiría en un enlace entre Muisne al hospital de Esmeralda. El conductor de este taxi era Máximo Estacio, un joven moreno de veintitrés años, futbolista, defendía los colores del equipo de fútbol local, el Esmeraldas Petrolero. Su fornido cuerpo y sus grandes ojos negros eran tan enigmáticos como la magia de su sonrisa, una sonrisa que se asomaba en su rostro con la facilidad con la que el sol se levanta en el horizonte.

Cuando Aline puso sus ojos en Máximo por primera vez, algo extraordinario le sucedió. Sus grandes ojos azules, se abrieron de par en par. Su corazón, que había latido en un compás constante de cuidados y preocupaciones, ahora aceleraba su ritmo como un tambor que anunciaba la llegada de un príncipe de cuentos.

Su piel se erizó, y una corriente eléctrica pareció recorrer su cuerpo, como si los hilos invisibles del destino hubieran comenzado a trenzarse en ese instante. Aline experimentó una sensación que sobrepasaba su realidad. Sintió que su sangre hervía en sus venas, un torrente de emociones y sensaciones que le brindaban una explosión intensa de placer. Como si hubiera descubierto una nueva dimensión de la existencia; respiró profundamente, sintiendo una explosión intensa de placer, era como si comenzaba a vivir.

Cerró sus ojos y sintió que su cuerpo se desvanecía, apretó los puños agarró del brazo a Robinson y nerviosa le dijo:

—Oiga mijo, ya vamos, ¡el doctor nos espera!

Aline se sentaba en el asiento trasero y su esposo junto al conductor.

En el trayecto Máximo  miraba fijamente a los ojos de Robinson, pero en su mente maquinaba:

¿¡Que hace está preciosura de mujer con este paralítico!?, ¿tendrá dinero?

En el recorrido diario que comenzaron a realizar hacía la ciudad de Esmeralda fueron cogiendo confianza; hablaban principalmente de música; Máximo les comentaba de futbol, pero ellos no entendían nada de eso; pero, disimuladamente observaba con lujuria a Aline por el retrovisor.

Ella se sentía incomoda por los pensamientos obscenos que este muchacho le provocaba; pero, al inhalar el perfume que emanaba de su cuerpo, el que inundaba todo el interior del auto; le provocaba abalanzársele como leona, si su esposo no estuviese presente.

En el hospital, tras varios exámenes le detectaron “Lupus” y solicitaron la cédula de identidad para realizar un ingreso de emergencia; pero, la habían dejado en la casa; Aline muy preocupada solicitó a Máximo que vayan a recoger los documentos, e hicieron el largo recorrido sin pronunciar una sola palabra; pero, en sus pensamientos iban creando fantasías mutuas. Cruzó a la isla, recogió la billetera de su marido, y emprendieron el viaje nuevamente a Esmeralda.

Máximo contemplaba las bien torneadas piernas de Aline, mientras conducía no aguantaba las ganas de tenerlas sobre sus hombros; mientras tanto ella, con la mirada perdida ansiaba que Máximo la besara.

En cierto momento, el joven no aguantó más y dirigió el auto a un desolado camino vecinal, detuvo la marcha, extendió su mano hacia el cabello de la muchacha y acariciándolo suavemente le dijo:     

—No quiero ser atrevido, pero tengo que expresar lo que me provocas cuando estás cerca de mí.

Ella ni se percató que habían salido de la carretera y le preguntó:

¿Por qué te has detenido aquí, dónde estamos? Aquí no se ve ni un alma.

—La verdad me gustas mucho, no puedo dejar de pensar en ti, ni de desearte; desde que te vi la primera vez me encantaste y ahora que estamos solos, no voy a dejar pasar esta oportunidad para expresar mi amor y deseo hacía ti; ¡eres una mujer hermosa!

Esta era la primera vez que un hombre le decía estas palabras; por ende, la primera vez que le declaraban amor; estaba muy emocionada, el estómago lo sentía gruñir de gusto, parecía escuchar el trinar de pájaros, se sentía en las nubes,

—¡Ah! Gracias por sus halag…

No pudo terminar de expresar cuando el moreno se le fue encima de los labios para besarla. Ella no pudo evitar corresponderle. Sus besos eran deliciosos, sus manos acariciaban sus piernas y ella poco a poco fue tomando confianza y buscó sus brazos. Él subió sus manos hacía sus firmes y virginales pechos, su boca fue bajando poco a poco, mientras ella explotaba de deseo, desabrochó su blusa; en el exterior de taxi, en aquél abandonado y silencioso sitio, se comenzó a escuchar suaves, lentos y desgarradores gemidos; eso significaba solo una cosa: él empezaba a hacerla suya.

Era la primera vez que sentía este placer, primera vez que un hombre tocaba toda su piel, todo su cuerpo, su intimidad.

—¡No, no, para, detente! —ordenó excitada la bella muchacha, al tiempo que intentó taparse los pechos con sus manos.

Él solo la besó nuevamente para que ella cerrará sus ojos azules y lo besara apasionadamente; solo se dejó llevar, el experimentado deportista lleno de lujuria aprovechó para recorrer totalmente con su boca y manos esos valles, montañas, abismos y fuentes inexplorados.

El interior del vehículo era espacioso para entregarse con toda la pasión y sin inhibiciones, debían de aprovechar hasta el último segundo; la chica se dejó moldear; era barro en las manos de un alfarero,  obedeció cada propuesta, orden, ruego y poses que Máximo solicitó; ella sentía en ocasiones que perdía el conocimiento por tantas embestidas, se daba cuenta que en un momento tenía el rostro pegado al vidrio de la ventana y en otro instante veía el foco del techo y en un segundo estaba mirando el asiento o el piso del carro, hasta terminar extasiados.

El potente sonido de un tráiler en la carretera los hizo reaccionar y recordaron que Robinson necesitaba los documentos que estaban regados en el piso del carro.

Cuando Robinson los vio llegar alzó los brazos dando gracias a Dios.

—¿Qué les sucedió?, estaba preocupado.

—Es que había un choque en la curva de Same y no se podía pasar—, nerviosamente y con su locuaz sonrisa respondió el moreno—, cuando regresemos lo ha de ver.

Aline se sentía volar, estaba feliz; había tenido una experiencia inimaginable que ya quería bajar a su esposo de esa cama para tener contacto nuevamente con su recién descubierto primer amor.

Cuando vi llegar a Ausberto me decepcioné; nos habíamos olvidado de él.

—Muchacho malcriado como te has demorado!

—Mamá, la señora Tahina no tenía cigarrillos, tuve que ir hasta donde el señor España.

Nuevamente prendieron sus cigarrillos; deben haber sido tabacos de la India, los más baratos, porque no olían a tabaco, yo percibía un olor a brea y a llanta quemada; el menor quiso quedar escuchando nuestra conversación; pero su mamá le pidió a manera de súplica:

—Ausberto, mijito, vaya adentro que estamos conversando cosas de mayores, vaya miré si Petita necesita algo.

¡Yo quedé sorprendido!

—¡Petita!, ¿Petita está aquí? —, desconcertado pregunté, —¿Petita, la mamá de Robinson y tía de Aline? ¡pensé que habría salido, que por eso no la llamaban!, llámela por favor, dígale que venga.

—Pablo, yo le dije en el pueblo.

—Si, lo escuché, pero pensé que ahora estaría trabajando o algo así.

—No, no puede trabajar ahora—, respondió Viterbo, —pero déjeme seguirle contando lo de los muchachos:   

—Tenía el cuerpo adolorido, cuando caminaba, cuando se agachaba y hasta cuando reía; pero de solo de recordar lo experimentado en la tarde, ese dolor se convertía en grato placer.                           

Al regresar a contar de la permanencia de Robinson a Petita, los nuevos amantes volvieron a dar rienda suelta a sus instintos naturales y así nació ese romance. No había momento que Aline pierda, para buscar la oportunidad para encontrarse furtivamente con su amor; hasta que se enteró que él también estaba casado.

—Debes de dejarla—, le dijo enfáticamente, —¡no soporto la idea que estés con otra!

—Si mi vida, ya estoy haciendo el trámite de divorcio.

—Se encontraban en todo lugar, preferían la playa en sus encuentros y si era que ella disponía de poco tiempo, el carro era el sitio ideal. Así pasaron seis meses, hasta que Máximo llegó con el acta de divorcio.

—Aline, soy libre al fin.

—Hicieron miles de planes, desde que vivirían juntos, que viajarían, que dejarían la isla e irían a alguna ciudad; pero, Máximo recordó que existía Robinson.

—¡Déjalo!, huyamos, vámonos, le pedía desesperado.

—¡No, no puedo!, no puedo abandonar a mi tía Petita.

Desde ese momento comenzó a celarla, se sentía solo, dejó a su esposa y su amante cuidaba a su marido; eran momentos fugaces que podían tener un encuentro; En su cabeza la imaginaba como fiera ofreciendo, entregando las mieles de su amor al discapacitado; hasta que maquinó lo que debería hacer para quedarse con su amada.

—Cuando vayamos los tres al hospital, tú te colocas el cinturón de seguridad que voy a matarlo, ¡así serás mía, solo mía!

—Ella aceptó en silencio, sin pronunciar una sola palabra y selló ese pacto de complicidad en un largo y apasionado beso, entregándose en cuerpo y alma a aquel hombre; en sus azules ojos se podía ver un reflejo de alegría, pues se imaginaba libre, sin tener que cuidar al enfermizo y tendría a un hombre en sus largas noches.

—Era el 25 de abril, llovió todo el día, tenía cita en el hospital y llamaron a Máximo para que los traslade; Robinson salió de su casa protegido con un plástico que lo cubría en cuerpo entero y Aline compartía un paraguas con él; se despidió de su madre y caminaron con mucha precaución por las calles embarradas de lodo, rumbo al muelle.

Aline y Robinson Subieron al bote, la lluvia no cesaba; las aguas calmas de la entrada de mar se alzaron como bestias embravecidas, como si los elementos mismos estuvieran enojados por lo que el destino les tenía preparado, el pequeño bote parecía luchar contra las olas gigantes, desafiando las leyes de la física.

Aline, sabiendo lo que iba a ocurrir, intentaba no mirar a su esposo, iba temerosa, en silencio, con la mirada en el piso, los puños de su mano apretados y el corazón en la boca.

En la tierra firme, Máximo, el conductor, los aguardaba; había ocultado el cinturón de seguridad del pasajero, el que sería un talismán crucial en este viaje. Abrió la puerta del carro para Robinson y lo ayudó a subir y luego se acercó a Aline con un gesto disimulado le indicó que se abrochara el cinturón de seguridad. En ese momento, la lluvia era un aliado. Las gotas de lluvia se transformaron en pequeñas estrellas líquidas que rodeaban a la pareja, como si el universo mismo los acompañaría en su viaje a lo desconocido.

—¿A qué hora deben estar en el hospital? —, preguntó el taxista, asegurándose que su víctima no tenga colocado el cinturón de seguridad.

—Antes de las 10h00—, respondió Robinson tosiendo.

—La lluvia arreciaba cada vez más; no se podía ver más de 30 metros de distancia en la sinuosa carretera costanera. Con miradas de complicidad, a través del retrovisor, hablándose con los ojos, los amantes se ponían de acuerdo. Máximo aceleró a fondo el acelerador al ver un árbol con tronco grande y se abalanzó el carro hacía el; Aline presintiendo lo que iba a ocurrir, se agarró lo más fuerte posible del asiento y trató de no salir volando por el fuerte impacto.

Todo salió como Máximo lo había preparado, solo se abrió su bolsa de aíre y la del pasajero no. Robinson, quién no sabía nada, iba con los ojos cerrados y tosiendo; al recibir el impacto salió volando hacia adelante, golpeó el vidrio con su frente destrozándolo en mil pedacitos, abriéndose en la cabeza un tajo de quince centímetros y su cuerpo quedó inerte instantáneamente.

Máximo preocupado por su amante, abrió con dificultad su puerta y corrió hacia ella, la ayudó a salir del vehículo y la hizo sentar en la tierra, quiso abrazarla y darle un beso, pero se dio cuenta que de su nariz emanaba un rio de sangre y la fuerte lluvia hacía aumentar de manera escandalosa en su camisa blanca, prefirió no abrazarla porque la policía podría sospechar.

Contentos de haber logrado su objetivo, se tomaron las manos y sonriendo el joven enamorado le dijo:

—Eres una mujer libre y tenemos todo el tiempo del mundo para amarnos.

Ni bien terminaba de expresar y se escuchó; aparte del sonido de la lluvia, a un hombre toser, quejarse de dolor y gritar:

—Aline, ¿Dónde estás?, ¡ayúdame!

¡La pareja quedó impactada!, Máximo decidido y con furia, abrió la cajuela y sacó la “gata” y corrió hacia Robinson; ella, sin moverse del suelo y sorprendida le gritó a su amante:

—¿Qué vas a hacer?

No logró terminar su pregunta cuando escuchó:

—¡Muere rata miserable!, muere.

Aline se puso de pie y cual rosa agitada por el viento, temblorosa, nerviosa y asustada, sin haber presagiado lo que iba a ocurrir, logró observar a Máximo golpeando y destrozando la frente de Robinson con la pesada herramienta; de cada golpe salpicaban gotas de sangre y coágulos que se esparcían en la cabina del vehículo.

Lo último que pudo escuchar Robinson, instantes antes de morir, fue la voz de Aline gritando:

—No mi amor, no Máximo, ¡no lo hagas!

Y la visión final que tuvo en los últimos instantes de vida  fue borrosa, ya que las gotas de lluvia que mojaban sus aletargados ojos empañaban su vista; vio la cara enfurecida de Máximo y sus ojos desorbitados que irradiaban ira, e inmediatamente se aproximó velozmente a su rostro un objeto color amarillo, el que lo golpeó de manera contundente por tres ocasiones destrozándole el cráneo hasta matarlo sin piedad.

Lavó la herramienta y la volvió a guardar. Aline no podía creer lo sucedido y quedó en shock; un autobús de transporte que pasaba por el lugar se detuvo a socorrer a los accidentados; los pasajeros, buenos samaritanos, contaminaron la escena, sacaron de la cabina al inerte cuerpo de Robinson, pensando que el golpe era producto del choque.

—El carro me culateó y perdí la dirección—, relataba a los policías el taxista.

—Con esta lluvia ha habido tres accidentes en esta vía—, comentaba un oficial a Máximo para tranquilizarlo.

—Le pedí que use el cinturón de seguridad, pero se lo sacaba—, manifestaba cogiéndose la cara con las manos, denotando desesperación.

En el parte policial, los peritos de tránsito expusieron que, según las exhaustivas investigaciones, el accidente se produjo porque la calzada estuvo resbalosa, producto de la lluvia y la causa de la muerte de Robinson Mestanza, fue por haber salido despedido y golpeado su cabeza con el vidrio, por su imprudencia de negarse a usar el cinturón de seguridad.

Producto de esta fatal noticia Petita sufrió un infarto cerebral, era natural, el muertito era su hijo adorado. Como secuela de este infarto quedó cuadripléjica, solo podía mover levemente la mano derecha y abrir y cerrar los parpados. Los amantes se pusieron de acuerdo en no frecuentarse en seis meses para evitar comentarios. Aline quedó al cuidado de Petita.

Al tener su primer encuentro amoroso, no tuvieron pasión, no lograron llegar a excitarse siquiera, así sucedió en cada intento, no encontraban fogosidad; pero si se le venía a la memoria el rostro y gritos de Robinson. Aline no podía dormir, soñaba con cada golpe que Máximo asentaba, como sello, en el rostro de su esposo y veía la sangre fundida con la lluvia que rodaba en la tierra.

Aline lo llevó a la casa al año de haber muerto Robinson, pensando que su situación mejoraría; pero, que equivocada estaba la joven, comenzaron los celos, reclamos, dudas, desconfianza y hasta peleas de manos. Todo era reclamos a diario; el fantasma de Robinson los abrazaba cada vez más; mientras Petita inmóvil los escuchaba, sin poder reaccionar.

 —¿Por qué llegas tarde? ¿por qué no traes dinero? ¡vete, prefiero estar sola!

  —Aline, te he demostrado mi amor, ¡dejé a mi mujer!, ¡todo lo he hecho por ti! —, desesperado argumentaba el hombre.

—Comprende, Todo el tiempo se me presenta Robinson, no se aparta de mi mente, ¡crecí junto a él!

—¿Pero yo que culpa tengo?

—¡Tú lo mataste!

Al escuchar eso Petita abrió sus ojos como platos, que parecían salirse de los cuencos y por inercia, quiso levantarse, por el esfuerzo, cayó de la cama dando gemidos ininteligibles.

La joven corrió al escuchar el golpe y tras de ella fue Máximo, quién quiso aferrarse por la cintura, agarrándole el cabello; ella cual fiera, giró en ciento ochenta grados, clavándole sus largas uñas en el rostro. Él corrió por una toalla y vio un cuchillo en la mesa, lo empuñó y volvió al cuarto, mientras Aline trataba de acostar en la cama a Petita.

Acuclillada le asestó 8 certeras puñaladas por la espalda; al sentirlas soltó a Petita y cayó encima de ella, bañando a la infartada de sangre. Máximo huyó, hasta el momento está huido.

Aquí tenemos a Petita, solo es un cuerpo, no responde a ningún estímulo; prácticamente es un vegetal. 

Prohibida su difusión y reproducción sin autorización de su autor: Pablo Dávalos.

SENADI, Derechos de Autor:  Ec- 7840 89

Contacto: Pablo Dávalos – Cell:   593 999 534 908

Guayaquil – Ecuador 2021

 

 

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