El Meteorito
El destino a veces te depara muchas sorpresas.
Cuando es buena se lo atribuye como un regalo divino; y
cuando te es adverso, es por el karma.
Lo
que le sucedió a mi amigo Jaime López Zambrano, nadie pudo prevenirlo; y ahora que
pasó, no se lo desearía ni a nuestro mayor enemigo. —Con 22 años, ¿Qué mal
puede haber hecho?, —me pregunté, —contumaces criminales, no
sufren ni pagan sus crímenes.
Éramos estudiantes del último semestre de periodismo, él
era un investigador nato; soñaba con encontrar el tesoro de los Incas. Fue a
visitar a su tía Matilde a las afueras de Pedernales, Manabí; se encontraba
cabalgando despacio en una zona árida, seca, desértica por estar bordeando el
mar; de repente cambió el ambiente; el viento cesó inesperadamente; un
ensordecedor silbido agudo fue aumentando progresivamente hasta escucharse una
explosión muy fuerte, que hizo asustar al caballo, este, se paró en sus dos
patas traseras y tumbó a mi amigo.
Al caer, se movió rápidamente para que el caballo no lo
pateé; alzó su mirada al cielo y pudo observar a pocos metros de altura el recorrido de un meteorito que dejaba a su paso una estela de gas, humo o vapor,
seguido de un zumbido perturbador; era como si al cielo le abría una herida a su paso que se podía divisar desde varios kilómetos y se confundía lentamente con el tono rojizo de la caída del sol en el mar.
Jaime se puso de
pie inmediatamente y logró ver el lugar exacto donde impactó aquel objeto. Corrió a agarrar
al caballo y a todo galope fue a buscar lo que había caído del cielo; buscó el lugar
donde vio caer el objeto y siguió la brecha en la tierra que había abierto al derrapar.
Se apresuró al ver que personas de la zona corrían
también a ver que había impactado. Llegó al final, y se percató que había en
cráter de unos tres metros de diámetro y un brillo le llamó la atención;
¡¡había encontrado un meteorito!!
La emoción se apoderó de mi amigo, el corazón le comenzó a latir con más fuerza, la garganta se le secó, sintió que la piel se le erizaba; pues, no
cualquier mortal tiene la oportunidad de “tocar” uno de estos objetos; son
estrellas fugases que los vemos en las noches, nos enamoran y nos hacen
ilusionar; viajan en el espacio desde hace millones de años y han recorrido
distancias inimaginables.
Era una pequeña y brillante piedra color dorado, del tamaño y forma de un huevo de avestruz con un solo borde; Jaime había visto similares en libros y en páginas de google; sabía que esta contenía una gran cantidad de oro puro.
Se bajó del caballo y con mucho temor se acercó
al objeto; su corazón latía tan fuerte que lo sentía reventar en cada palpito; con temor movió la piedra utilizando
una rama seca que encontró en la tierra y se dio cuenta que era un objeto
sólido, comprobó que no esté caliente tocándolo con el dedo índice, pero estaba
muy caliente; a lo lejos se escuchaban voces de personas y ladridos de perros que se
acercaban; se le ocurrió orinar la piedra para bajarle la temperatura y
esconderla antes que lleguen los otros curiosos; al hacerlo salió mucho vapor
del meteorito que al inhalarlo olía a azufre; lo agarró con dos maderos y lo colocó en la alforja de cuero de la
montura del caballo.
—Señor, buenas tardes, ¿Qué fue que cayó del
cielo?, —preguntó un parroquiano.
—Hola, no, no sé, estoy buscando también, vi caer una bola
de fuego, respondió Jaime
Ellos buscaban un elemento de grandes dimensiones.
—¡Sonó fuerte, como un trueno!,
—comentó un niño, al tiempo que los moradores con machete buscaban entre la maleza seca del sector.
—Si, por aquí me pareció que cayó.
Señalando la huella que estaba a unos
treinta metros, alguien grito; —Vengan, aquí cayó, ¿habrá sido un Ovni y se
fue?
—¿Será que está en otra dimensión?
Ellos comenzaron hacer una serie conjeturas infundadas.
Al cabo de unos momentos el caballo comenzó a sentirse
inquieto, Jaime se imaginó que se estaba quemando por aquella piedra y se
marchó sin despedirse, los dejó buscando; el sol se ocultaba lentamente en el mar, formando con sus rayos color naranja, una mixtura de colores, digno de una pintura.
—Pablo!, soy rico, encontré El Dorado espacial; encontré
un meteorito de oro, —me dijo emocionado en una videollamada, al llegar a casa
de su tía.
—Mira brother, mira, ¡mira!, ¡es una hermosura!, —me lo
enseñó, estaba eufórico, muy emocionado.
Yo intrigado le pedí que me cuente los detalles.
—Cuéntamelo todo, —incrédulo le dije
Estuvimos toda la noche soñando despiertos, en que íbamos
hacer con el dinero de la venta de aquel objeto extraterrestre de oro.
Soñamos viajar por el mundo con mujeres, sexo, buena
comida, joyas, licores, y más placeres terrenales juveniles; al tiempo que él
besaba su fantástico tesoro y se lo pasaba por el cuerpo.
—En la mañana salgo a Guayaquil, llego las 10h00, anda a recogerme me pidió.
Emocionado fui a recoger a mi amigo al terminal terrestre;
al acercarse al carro lo noté desencajado, nervioso, asustado; pensé que sería
porque estuvo desvelado toda la noche; venía con la mano derecha metida
en la mochila, y la izquierda en el interior de su camisa. Se paró frente a la
puerta y tartamudeando me pidió que le abra la puerta, asumí que era broma y le
di la bienvenida.
—Adelante su majestad, ¡bienvenido!
—Estoy asustado, —me dijo, al tiempo que se sentaba.
En estos casos es normal tener delirio de persecución, —pensé
—Me estoy convirtiendo en un monstruo, —me dijo y
rompió en llanto, como niño.
—Mi amigo apestaba a azufre, lo noté diferente; su mirada estaba perdida, sus ojos no tenían brillo, tenía muchas arrugas, quería ver la......, ....pero, no me había percatado que un policía de tránsito me pedía que avance, pues, estaba obstruyendo el paso vehicular, y se acercó al carro al notar que yo estaba conversando con el pasajero.
—Señor, avance, avance, —me gritó,
Se agachó y vio que Jaime estaba llorando
—Uhhh!, ¡vea usted!! dele, dele, —me dijo, —vayan a arreglar
sus problemas maritales a otro sitio, dale, dale.
Conduje sin rumbo y en silencio casi una hora, al verlo un
poco tranquilo indagué:
—¿Dónde vamos? —pregunté;
—Vamos a tu casa, no quiero que mi mamá me vea así, —me dijo con voz temblorosa y muy triste.
Llegamos a mi casa, él no retiraba sus manos de la
mochila ni de su camisa; cuando entramos mi madre no se percató de nuestra
llegada y fuimos directamente a mi dormitorio.
El destino,
a veces, construye su misterioso camino con finas piedras y arenas extraídas de
las canteras de la suerte. Cuando es buena se lo atribuye como un regalo
divino; y cuando te es adverso, es por el karma.
Así comenzó la
extraña historia que viví mi amigo de infancia, Jaime López Zambrano; nadie
pudo predecirlo; y ahora, lo que le pasó, no se lo desearía ni a mi mayor
enemigo.
—Con 22 años, ¿Qué
mal pudo haber hecho en su corta vida?, —me pregunté, —contumaces criminales,
no sufren ni pagan sus atroces crímenes.
Éramos estudiantes
del último año de periodismo, y Jaime, un apasionado investigador, soñaba con
encontrar el tesoro de los Incas. Pero lo que le sucedió aquel día, nadie pudo
predecirlo ni desearlo.
Jaime fue a visitar a
su tía Matilde en las apartadas tierras de Pedernales, en la provincia de
Manabí. Durante un fin de semana soleado, cabalgaba en la zona desértica junto
al mar, de pronto, experimentó un evento que lo marcaría para siempre.
Mientras avanzaba, la
fresca brisa marina, típica de la región, acariciaba suavemente su rostro. El
horizonte se extendía fundiendo el azul intenso del mar con el dorado de la
arena. Pero de pronto, el entorno sufrió una transformación abrupta. El viento,
que lo refrescaba, desapareció en un instante, dejando un inexplicable vacío y
un silencio inquietante a su paso. Luego, comenzó a escuchar un silbido agudo que
aumentaba lentamente en intensidad, hasta llegar a formarse en un estruendo
ensordecedor, que rompió el silencio del sereno paisaje.
Frente a esta
desconcertante escena, el caballo de Jaime, como poseído por una fuerza
sobrenatural, se alzó en sus patas traseras y lo derribó con un vigor
inusitado. Era como si la misma naturaleza temiera por este evento que escapaba
a toda explicación.
Un escalofrío recorrió la espalda de Jaime mientras observaba acostado y aturdido la inexplicable escena que se desarrollaba ante sus ojos.
Se levantó
rápidamente, vio que el entorno sufría una transformación abrupta. A pocos
metros de altura, un meteorito dejaba tras de sí una estela de gas, humo o
vapor. Era como si el lienzo del cielo se había rasgado a su paso, dejando una inmensa
herida que se podía
divisar desde varios kilómetros y se fundía
en el despejado horizonte marino.
Sin
perder tiempo, Jaime se subió nuevamente al caballo y a todo galope corrió
hacia el lugar donde el objeto había impactado; buscó en el lugar y siguió una
brecha en la tierra que aquel objeto había abierto al derrapar.
Se apresuró al ver que varias personas de la zona corrían también a ver que había impactado. Llegó al lugar, y se percató que había en cráter de unos tres metros de diámetro y un brillo opaco llamó la atención; ¡¡había encontrado un meteorito!
La emoción se apoderó
de mi amigo, el corazón le comenzó a latir con más fuerza, la garganta se le
secó, sintió que la piel se le erizaba y sus ojos parecía que se le salían de
sus orbitas, cuando vio una pequeña y brillante piedra dorada del tamaño de un
huevo de avestruz; pues, no cualquier
mortal tiene la oportunidad de “tocar” uno de estos objetos; estos son
estrellas fugases que los vemos en las noches, nos enamoran y nos hacen
ilusionar; viajan en el espacio desde hace millones de años y han recorrido
distancias inimaginables.
Con precaución, se
acercó al objeto. El temor se apoderaba de él. Usando una rama seca, movió la piedra
y se dio cuenta de que era sólida y estaba caliente; a lo lejos se escuchaban
voces de personas y ladridos de perros que se acercaban; se le ocurrió orinar
la piedra para bajarle la temperatura y esconderla antes que lleguen los otros
curiosos; al hacerlo salió mucho vapor del meteorito que al inhalarlo olió a
azufre; lo agarró con dos maderos y lo colocó en la alforja de cuero de la
montura del caballo.
—Señor, buenas
tardes, ¿Qué fue que cayó del cielo?, —preguntó un parroquiano.
—Hola, no, no sé,
estoy buscando también, vi caer una bola de fuego, respondió Jaime, dando a
entender que el seguía buscando.
Ellos buscaban un
elemento de grandes dimensiones.
—¡Sonó fuerte, como
un trueno!, —comentó un niño, al tiempo que los moradores con machete buscaban
entre la maleza seca del sector.
—Si, por aquí me
pareció que cayó.
Señalando la huella del
cráter que estaba a unos treinta metros, alguien grito; —Vengan, aquí cayó.
Mientras tanto, los
habitantes de la zona especulaban sobre lo que había caído del cielo. Algunos
sugerían que era un ovni o que había cruzado a otra dimensión. Sin embargo,
Jaime, al notar que el caballo comenzaba a sentirse inquieto, se imaginó que se
estaba quemando por aquella piedra y se marchó sin despedirse, los dejó
buscando. El sol se ocultaba lentamente en el mar, formando con sus rayos color
naranja, una mixtura de colores, digno de una pintura.
Jaime me llamó
emocionado por video llamada, mostrándome el tesoro que había encontrado.
Pasamos la noche soñando despiertos, imaginando todas las riquezas que
obtendríamos al vender ese objeto extraterrestre de oro.
Estuvimos toda la
noche soñando despiertos, en que íbamos hacer con el dinero de la venta de
aquel objeto extraterrestre de oro.
Soñamos viajar por el
mundo con mujeres, sexo, buena comida, joyas, licores, y más placeres
terrenales juveniles; al tiempo que él besaba su fantástico tesoro y se lo
pasaba por el cuerpo.
—En la mañana salgo a
Guayaquil, llego a las 10h00, anda a recogerme me pidió.
Emocionado fui a
recoger a mi amigo al terminal terrestre; al acercarse al carro lo noté
desencajado, nervioso, asustado; pensé que sería porque estuvo desvelado toda
la noche; venía con la mano derecha metida en la mochila, y la izquierda en el
interior de su camisa. Se paró frente a la puerta y tartamudeando me pidió que
le abra la puerta, asumí que era broma y le di la bienvenida.
—Adelante su majestad, ¡bienvenido!
—Estoy asustado, —me
dijo, al tiempo que se sentaba.
En estos casos es
normal tener delirio de persecución, —pensé.
—Me estoy
convirtiendo en un monstruo, —me dijo y rompió en llanto, como niño.
—Mi amigo apestaba a
azufre, lo noté diferente; su mirada estaba perdida; no me había percatado que
un policía de tránsito me pedía que avance, pues, estaba obstruyendo el paso
vehicular, y se acercó al carro al notar que yo estaba conversando con el
pasajero.
—Señor, avance,
avance, —me gritó.
Se agachó y vio que
Jaime estaba llorando.
—Uhhh!, ¡vea usted!!
dele, dele, —me dijo, —vayan a arreglar sus problemas maritales a otro sitio,
dale, dale.
Conduje sin rumbo y
en silencio casi una hora, al verlo un poco tranquilo indagué:
—¿Dónde vamos?
—pregunté;
—Vamos a tu casa, no
quiero que mi mamá me vea así, —me dijo con voz temblorosa y muy triste.
Llegamos a mi casa,
él no retiraba sus manos de la mochila ni de su camisa; cuando entramos mi
madre no se percató de nuestra llegada y fuimos directamente a mi dormitorio.
Jaime me pidió el
baño, quería ducharse, sacó sus manos de sus escondites y estaban delgadas,
secas; los dedos estaban estirados, solo desde la falange distal al
metacarpiano, medían 35 centímetros; su piel se transformaba rápidamente,
parecía piel de pulpo o calamar, una sustancia gelatinosa, viscosa, color gris,
cubría progresivamente su cuerpo; su rostro se estaba transformando, estaba
estirándose, se estaba deformando, la voz cada vez se robotizaba y emitía
sonidos nasales inentendibles similares al osar de los cerdos.
Me coloqué en las
manos unas bolsas plásticas para ayudarlo a desvestirse; realidad no quería
tocarlo por temor a ser contagiado; su estómago estaba hinchado, su piel se
estaba tornando a un color grisáceo. Abrí la ducha, se refrescó, le ayudé a
acostarse en mi cama, era un monstruo.
—Hermano, voy a
llamar a un médico, estás mal, —yo no sabía si me iba a ocurrir lo mismo;
¡necesitaba un médico urgente!; mi madre estaba en casa, ¿la contagiaría?
Yo estaba nervioso,
arreglé el dormitorio, vi la mochila, no quería mirar aquel objeto, pero ¡pudo
más la curiosidad!
—Jaime, ¿puedo ver el
meteorito?, — pregunté
—Si, sí, pero no lo
toques, —respondió osando como cerdo; me costó trabajo entender, ya estaba
perdiendo la voz; la transformación o no se qué, era muy acelerada.
Volteé la mochila e
hice deslizar aquel elemento al piso; era hermoso a nuestros ojos, pesaba unos
4 kilos, sólido, dorado, brillante; abrí la mochila y con la punta del zapato
lo conduje a su interior. Llamé al médico y a la señora Blanca, su madre:
—Señora, venga a mi
casa, ¡Jaime está muy mal, es una emergencia!
—Pero Jaimito está en
Pedernales, fue a visitar a mi hermana, —respondió la madre, llena de
incredulidad.
—Sí, pero llegó hoy y
está en mi casa, venga por favor.
El tiempo pasaba
volando; corrí al escuchar el timbre, mi madre se sorprendió al verme y más aún
al ver que entraba el doctor.
—¿Qué sucede Pablo,
porque viene el doctor Andrade?
—Es por Jaime que se
siente mal mamá
Quiso acercarse a
darme un beso, pero me alejé inmediatamente, ella se admiró por mi proceder;
subí con el doctor, abrí la puerta, la casa apestaba a salinidad.
Entró el doctor y
quedó pasmado.
—Pablo qué es esto y
que clase de broma es está? —preguntó incrédulo el galeno por lo que veía.
No quería acercarse,
al tiempo que Jaime osaba; se notaba que quería comunicarse, pero solo se le
entendían palabras monosílabas y algunas bisílabas, casi como rebuznan los
burros, en realidad no se definirlo.
Otra vez sonó el
timbre, subió la señora Blanca y la hermana menor de Jaime y mi madre.
—¿Dónde está mi
hijo?, desesperada me preguntó eufórica, al tiempo que miraba a aquel ente
irreconocible y se desmayó cuando le dije que esa masa que se movía era su hijo.
Agarré la mochila; mi
amigo quería decir algo, se movía desesperado y solo le salían gruñidos; salí a
enterrarla en el patio antes que llegué la policía, pues yo no estaba dispuesto
a entregar aquel tesoro.
Al rato mi casa
estaba llena de médicos con trajes aislados y varias ambulancias.
Yo traté de
explicarles paso a paso lo que me contó mi amigo: que se acercó a un meteorito
que lo recogieron los pobladores de la comuna de Pedernales. Ahora, estoy
recorriendo el mundo gracias a él.
SENADI, Derechos de Autor: Ec- 7840 89
Contacto: Pablo Dávalos – Cell: 593 999 534 908
Guayaquil – Ecuador 2021
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