Un gato masacrado.
Sentí mucha compasión por él, nunca me gustaron los gatos; desde niño pensé que eran hijos de Lucifer; los detestaba cuando corrían alunados en el techo de zinc de mi cuarto, y se ponían a maullar en las interminables madrugadas que me hacían desvelar.
Pero este gato me hizo erizar la piel de pena;
Vi cuando esos dos jóvenes lo tenían entre sus manos halándolo de un lado a otro; el más grande le agarro la cola y lo hizo girar cual aspa de ventilador; estaba a unos 30 metros de ellos y les grité enfurecido para que lo soltaran; fue en vano, mi grito se fundió con el maullido de dolor del gato que iba volando, rebotando en los cables de alta tensión.
Corrí,
traté de atraparlo, pero cayó al piso antes que yo pudiese llegar, los jóvenes
huyeron al verme socorrer al felino; me acerque a él, estaba inmóvil, había
escuchado que tenían siete vidas, lo empuje despacio con la punta de mi pie, me
miró con un ojo, sentí en su expresión que me pedía ayuda, quiso correr, se
levantó y cayó nuevamente.
Traté de calmarlo acariciando su cabeza, noté terror en su mirada, desesperación, y dolor por la crueldad recibida. Al tomar confianza lo tomé entre mis brazos con mucho afecto y empatía, lo llevé rápidamente al viejo veterinario del barrio.
—Ayúdeme doc.
Sin contemplación acepté, pagué la mortal inyección y le di la espalda retirándome sin mirarlo.
—Será mejor que no sufra, —pensé, para justificar mi complicidad en ese asesinato.
Antes de abrir la puerta escuché un maullido desgarrador que sentí helarse mi sangre, interpreté ese grito moribundo como:
—¡No, no me dejes morir, ayúdame!, —me imploraba maullando, clamando piedad.
Di media vuelta, vi al mataperros que se disponía a insertar la aguja en la delgada vena del animal, y le grité:
—Deténgase doctor; ¡mejor sálvelo!
—…Pero nunca será normal, no caminará, tendrá que darle medicinas a diario y por toda su vida, no será un gato, será un problema, será un "gasto".
—De veras que lo pensé un buen momento; lo miré y decidí que lo cuidaría.
Tuve que retirarme al ver que la mesa de operaciones se convertía en una carnicería; pude observar al doctor que sin inmutarse insertó y apretó fuertemente un alambre para unir la mandíbula.
A los ocho días lo acomodé a un lado de mi cama; lo he curado, alimentado y le he dado cariño.
Cuando trató de levantarse, cayó al instante; pero lo intentó una y otra vez; ahora se arrastra con la ayuda de sus dos patas delanteras, juega con lo que se mueva; cada vez que llego a casa, sé que se alegra por su ronroneo.
Desde que llegó no tengo ratones, será por su olor natural que los humanos no percibimos que los ahuyenta,
Su vida cambió en un momento; de gato callejero a hogareño y a mí, llegó a
alegrarme.
Prohibida su difusión y reproducción sin autorización de su autor: Pablo Dávalos.
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