Relato guayaquileño


 Recuerdo que a comienzos de los años 70´s; era un niño de 7 años; vivía en Guayaquil, cerca del cementerio, a la altura del Parque a la Madre; la casa era un conventillo mixto de dos plantas, me gustaba ver desde la ventana al carbonero que hacía su recorrido todas las mañanas y las señoras salían a comprar al escuchar repicar su campana, es que hasta ese año eran muy pocos los hogares que usaban gas y un buen porcentaje de hogares usaban cocinas de keresk y la mayoría usaban carbón que los colocaban en fogones de madera.

Recuerdo muy bien las cocinas de aquellos tiempos, eran auténticos santuarios de humo y hollín, donde cada pared parecía impregnada de la historia de cada comida preparada. El aire estaba cargado con el aroma inconfundible de la leña ardiendo y el sutil perfume de los ingredientes locales.

Los cuartos negros por el humo del fogón eran la esencia misma de la cocina de entonces. Las ollas, desgastadas por el uso y el calor, contaban historias silenciosas de incontables comidas compartidas.

En cada hogar, un abanico de bejuco colgaba cerca del fuego, era un indispensable como las propias ollas y sartenes. Era la herramienta ancestral que avivaba las llamas con destreza.

Los alimentos cocinados en aquellas cocinas tenían un sabor especial, una mezcla única de tradición, técnica y los sabores terrosos de los ingredientes locales. Cada bocado era una explosión de autenticidad, una experiencia sensorial que transportaba al comensal a tiempos más simples y genuinos.

Crecí en la época que se llenaban álbumes, los cromos que no usábamos en el álbum jugábamos al trompo o a las canicas.

Los que no teníamos televisión, pagábamos 0,10 centavos de sucre, para ver nuestros programas favoritos en las salas de los hogares de quienes si tenían.

Mi madre hacía las compras de alimentos cada 15 días en el Mercado Central.

Casi siempre la acompañaba; había confeccionado una bolsa que me la colocaba en bandolera y ayudaba a transportar los productos ligeros. Aun no comprendo, pero no existía la cultura de trasportarse en taxi; cuando salíamos de compras contrataba a un indígena,
(había muchos en el mercado), eran pequeños de estatura, fornidos, sus edades deben haber fluctuado desde los 20 años a 70; usaban zapatillas hechas de llanta de carro, un canasto gigante a sus espaldas agarrado con una gruesa soga a sujetada a su frente y un pedazo de tubo de neumático usado que amortiguaba la fricción entre la frente y la soga.

Hoy, al recorrer estas mismas calles que caminaba agarrado de la mano de mi madre, me llegan a la memoria también las imágenes de estos fuertes hombres que, con esfuerzo y sudor, movilizaban nuestras compras. Cada quincena compraba: arroz, azúcar, papas yuca, frutas como naranjas, naranjillas, bananos, y todo eso; (solo si en realidad ya no podía, se contrataba a otro). 

Ahora que evoco esos momentos, imagino a esos pobres hombres que estibaban en silencio, a sol o lluvia y con mucha paciencia, todo el peso que despiadadamente se les acomodaba a sus espaldas. Luego tenían que caminar con su abrumadora carga hasta nuestra casa que estaba a 14 calles; es decir, un kilómetro y medio, más de una milla.

Era la cultura y costumbre de la época, (no hay que hacer apología), …pero, ¿Cuántas calles caminaban a diario con el canasto abarrotado?, ¿Qué pensamientos habrán tenido mientras transportaban esa pesada carga? ¿se habrá fundido alguna lágrima con el sudor de su esfuerzo, extrañando su Panaca, a los suyos, a sus hijos, a su amada, …a su madre? solo por unos centavos.    …En realidad no lo sé.

Después de cincuenta años, rindo tributo a esa raza que ayudó a miles de familias y que hoy su descendencia está mezclada entre nosotros.


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Guayaquil – Ecuador 2021






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